RELATOS NATURALEZA – Los ojos del lobo de Saliencia – Un viaje interior entre los paisajes de Somiedo y las sombras del pasado.

Ángel Villazón

4 de octubre de 2025, 11:37

Mañana sería el último día de Andrés en Saliencia, y quería aprovecharlo y pasar el día contemplando las vistas de los profundos cortados y valles que le habían proporcionado momentos imborrables. Deseaba seguir viendo aquellos lugares, pero al día siguiente tendría que verlos por última vez. Quizás lo viera.

Su mente volvió de forma recurrente a las imágenes del internado donde pasó la infancia en el colegio. Recordaba que alguien le decía: que viene el lobo, que viene el lobo, hazme un sitio en tu cama y ayúdame, para meterle miedo y después bajarle sus pantaloncitos y toquetearlo hasta penetrarlo.

El pensamiento del lobo, en su dormitorio, era recurrente y no podía ver la cara del eclesiástico que se metía con él en la cama. No podía recordar la imagen de quién era esa persona. Solamente sabía que era un eclesiástico. Tampoco la imagen del edificio del internado era nítida ni clara, sino más bien borrosa y no sabía exactamente dónde estaba ubicado, pero el recuerdo del lobo sí era repetitivo y le había afectado muy negativamente en su vida personal.

Cada año volvía a Saliencia en Somiedo, a ver si veía lobos, pero nunca los había conseguido avistar ni ver.

Por lo que había leído, solo sabía que el lobo era un gran depredador que compite para sobrevivir con osos y zorros. También con jabalíes y corzos, además de con águilas y halcones que vuelan por el cielo del Somiedo astur.

Su mente se fue a los lagos de Saliencia, donde sus aguas daban vida a estos bosques, formando laderas de gran desnivel, creando unas formas de gran belleza y sirviendo de escenario de caza del depredador que quizás tanto temía. Tierras de profundos valles y cumbres donde la erosión fluvial creaba una gran proliferación de simas, cuevas y gargantas, pensó Andrés. Un territorio que ya los romanos hollaron, descubriendo una riqueza mineral que les impulsó a explotar las entrañas de estas tierras durante siglos, se decía.

Siguió pensando sin saber por qué le venía la imagen a la cabeza del depredador. Cuando estaba con estos pensamientos en el camastro de una braña, el ulular de un búho lo llevó a encender una cerilla y la vela de un candil para ver qué hora era. Las cinco y media. Pronto, pensó, en una hora, el amanecer daría paso a la vida en los lagos de Saliencia y en los de Somiedo. El tiempo previsto era bueno.

Se levantó, se vistió, cogió la mochila, comprobó que tenía pan y queso, y hasta un poco de tocino para pasar la jornada, y una perdiz y un conejo para asar. La bota tenía suficiente vino. Metió la navaja y un pequeño plato metálico dentro.

Antes de salir de la braña, y todavía a la luz de la vela, recordó que al día siguiente se marcharía a la ciudad. Este pensamiento lo llevó a la idea de aprovechar el último día al máximo.

El primer sitio donde iría, pensó, sería para ver los lagos de Saliencia, a hora y media de la braña, donde el levantamiento del sol era un espectáculo que llenaba a los valles de vida y de alegría, y permitía oír los primeros cantos de las aves. Era un sitio desde donde también podía verse el ocaso del sol y también de madrugada ver al lobo y a muchos mamíferos bebiendo.

Salió, cogió a sus perros Markov y Litos, que ya lo esperaban y que lo saludaron con ladridos y con muestras de alegría, tratando de ponerle sus patas delanteras sobre los hombros y lamerle la cara.

Olían los árboles en la madrugada. Andrés dio unas bocanadas profundas de aire, disfrutando con los olores y aromas. Empezó a caminar por un camino paralelo a un pequeño arroyo, alimentado por algún manantial cargado en la lluviosa primavera. Ascendía con estos pensamientos y con los lobos.

Cuando atravesaba los hayedos pensó en su importancia, pues sirven de refugio a flora y fauna, regulan los ciclos del agua y son sumideros de carbono.

Son como laboratorios para investigar la evolución ambiental, pensaba, pues los árboles y la hojarasca absorben dióxido de carbono de la atmósfera y previenen la erosión del suelo. Son un claro testimonio de cómo sobrevivir a los cambios medioambientales, como los producidos tras la última era glacial.

Pasó cerca de otra braña, también de piedra y techo de paja, que servía de refugio y de descanso a los vaqueiros. Siguió caminando y llegó al mirador desde donde veía el primer lago cuando el sol ya mostraba con fuerza una parte de su disco, iluminando la parte central de amarillo y los laterales de colores entre negro, malva y naranja.

Andrés miró a sus dos perros, permaneciendo en silencio contemplando el nacimiento del astro hacia levante. Buscó después una piedra donde sentarse, sacó un trozo de queso y un poco de pan, y ayudándose con su navaja, los llevó a la boca, pero sin dejar de mirar a la lejanía donde nacía el espectáculo.

Después, un trago de vino de la bota y nuevamente sus pensamientos recurrentes.

Al cabo de un tiempo, se levantó, echó las sobras a los perros, les acarició la cabeza y siguió el camino hacia los lagos.

—Tengo la sensación de que alguien nos observa —les decía a los perros, con quienes solía conversar—.

—¿Habéis visto algo? —les preguntaba.

Los perros lo miraban, con la cabeza ladeada, como si quisieran entenderlo.

En ese momento, oyó el graznido de un águila. Pudo observar las plumas de su cuello y del borde de ataque de las alas, su forma de volar e incluso cómo su cabeza se dirigía hacia ellos.

—Es un águila imperial —comentó a sus perros.

El gran pájaro dio un giro en torno a ellos y salió en la misma dirección por la que había llegado.

—Vamos —les dijo a los perros.

En la bajada del camino divisó el lago. Mientras observaba tenía la percepción de que los iban siguiendo y observando. Miraba todo continuamente.
Su pensamiento se fue a las brañas, reflejo medieval o quizás anterior, que en algunos casos eran utilizables, como en Somiedo y en Teverga. Eran casas ancestrales donde los animales y las personas compartían una vivienda. La madera y la piedra que utilizaban estas brañas todavía estaba en su sitio, y la paja de los techos era un buen aislante para el frío y las nevadas.

Llegó al collado y continuó su camino, cuando unas perdices entrematadas levantaron el vuelo. Siguió caminando durante un par de horas por una vereda ascendente, después subió por un cortafuegos que, en su parte más alta, ofrecía unas vistas en las que la niebla tapaba de forma parcial el horizonte, pareciendo un espectáculo irreal.

Cuando llegó, y por el esfuerzo realizado, se sentó en una piedra y se dedicó a observar el paisaje en su lejanía, quedando embriagado por las montañas y valles coloreados en diferentes verdes, por bosques de hayas y robles, por un océano de nubes blancas con el que se juntaban, que en la distancia formaban una vista de gran belleza. Árboles diseminados por todos estos montes, ese era el espectáculo de su camino, en este entorno rico en cursos de agua, aguas subterráneas, cascadas y pozas.

Sin dejar de contemplar el horizonte, echó un trago de vino de la bota. Un grupo de torcaces pasó volando; pensó que eran muy esquivas y desconfiadas y era difícil acercarse a ellas. El contacto con la naturaleza lo había hecho aprender muchas cosas.

En un momento, algo sucedió. Miró hacia atrás, después hacia un lado, y luego hacia donde estaban sus perros, que lo observaban.

—¿Habéis visto algo? —les preguntó.

Los perros señalaron con la cabeza en una dirección.

Andrés miró en esa dirección y un zorro que cojeaba de la pata izquierda salió raudo alejándose de la escena.

Después sacó un trozo de pan que cortó como lo hacen los pastores, y lo mismo hizo con el queso y con un poco de tocino. Los perros gimieron reclamando su parte, y Andrés les cortó un trozo de pan y otro trozo de tocino.

Echó a andar de nuevo, cogiendo una senda de pastores, cuando de repente observó un ave en el cielo a gran altura, con ayuda de los prismáticos.

—Es un halcón —dijo a los perros.

—¿A quién creéis que va a intentar dar caza? —les preguntó.

—Pues a alguna de las torcaces que están volando. Como está encima de ellas, no se han apercibido.

—Mirad, ya ha iniciado el descenso, y baja en un picado casi vertical. Se va a cernir sobre alguna —continuó hablando con los perros.

El halcón impactó con un tremendo golpe de su cuerpo sobre la paloma. Esta se desplomó unos metros en caída libre, perdiendo el control del vuelo durante unos segundos, pero volvió a aletear tratando de recuperarse y de huir.

—Volverá a golpear y la cogerá en el aire con sus garras —siguió.

Y así fue. Después de unos breves segundos, el halcón volvió a impactar con la torcaz, y esta vez, después de una caída de unos metros, la recogió en el aire.

—¡Un animal hecho para cazar!, expresó, uno de los dueños del aire, junto con el águila real —dijo.

 

Pixabay.

Los perros y él se quedaron unos minutos observando al halcón alejarse en el cielo con la presa y reiniciaron el camino de bajada por un sendero que los llevaría a un roquedo donde podrían disfrutar de una vista diferente de las montañas. Los perros caminaban delante siguiendo el cauce de una escorrentía que en invierno, o en casos de tormentas fuertes, podría convertirse en un cauce importante. Se paraban cada poco, miraban hacia los lados y trataban de descubrir entre la vegetación y entre los árboles algún animal que los observara.

Puede ser el lobo, reflexionaba. Es muy difícil que se dejen ver, pensaba Andrés, y los perros no lo detectarían, es muy astuto.

El sol estaba ya alto y oculto por nubes grises. Decidió que era el momento de buscar un sitio donde asar al conejo y la perdiz que llevaba. Unos minutos después el sol rompió una nube y penetró hasta el campo, animándolo de nuevo de vida, y llegando hasta él en forma de luz que formaba una pirámide, como si la campiña rechazara al incipiente otoño que se avecinaba.

Encontró una zona protegida por las ramas de un grupo de hayas y de matorrales que formaban algo similar a una bóveda. En uno de los lados, grandes piedras hacían el efecto de una pared que formaba algo similar a un refugio, con una salida desde la que se podía observar el horizonte.

Limpió una zona del mismo de ramas de árboles, de hojarasca y maderas secas. Colocó unas piedras en forma de semicírculo, cavó unos centímetros en la tierra y dispuso una cama de piedras en el fondo, para que actuase como calentador. Recogió madera seca de los alrededores, y con un poco de yesca encendió un fuego y lo avivó soplando hasta hacerlo crecer.

Al conejo y a la perdiz que llevaba les clavó un palo, atravesándolos, y los puso a asar al fuego. Estando en cuclillas en el suelo, preparando los alimentos, tuvo de nuevo la sensación de que alguien los estaba observando. Se levantó y caminó lentamente por los alrededores del fuego. La percepción de que estaba siendo observado era clara.

Se preguntó qué animal podía hacer eso. Solo el lobo podía observar sin dejarse ver. Un gato montés, pensó, o tal vez una marta, sería más difícil.
Se alejó del fuego para salir de la zona abovedada, siguió bajando unos metros y pudo contemplar otra gran vista, no tan lejana esta vez, con menos nubes y más cercana a los bosques. Siguió, con la ayuda de unos binoculares, el recorrido de los senderos y caminos de los montes de enfrente, y con su mente pudo dibujar los hitos más importantes de esos caminos que se conocía de memoria.

Volvió hacia el fuego para darle la vuelta al conejo y a la perdiz, para que se hiciesen por la espalda.

Al cabo de unos minutos, cortó una de las patas traseras de la liebre y dejó el resto asándose. Sentado en una roca y con la vista en la lejanía, empezó a comer el conejo y después la perdiz, levantando la bota de cuando en cuando. Le pasó a los perros un trozo de pechuga y una pata, que comieron con rapidez.

Buscó un lugar apropiado para una breve siesta y con rapidez cerró los ojos.

Después echó tierra a los rescoldos del fuego y situó unas piedras en el centro que impidiesen que se pudiera propagarse. Introdujo todas sus pertenencias en el morral y la bota de vino, y se dirigió al sendero que lo llevaría de vuelta hasta su braña.

Cuando bajaba, un grupo de jabalíes se cruzó raudo huyendo en el camino, no sin antes parar un segundo para fijar sus ojos en él.

En ese momento algo le hizo volver la cabeza con rapidez, miró entre la espesura y vio dos ojos amarillos claramente. Los ojos de un animal que no se veía con frecuencia. Lo veía de forma nítida y clara. Parecía orgulloso y desafiante. Se quedó observándolo callado y sin decir nada. Se quedaron mirándose para después desaparecer entre la vegetación y las rocas, sin dejar rastro de ruido.

Era el depredador, era el lobo. Le había visto los ojos y eran inconfundibles. Se habrá acercado al olor del asado. Es muy difícil verlos.

—Un lobo —les dijo a los perros, expresando su sorpresa.

Empezaron a caminar de nuevo, ya con el sol a su espalda, para ir acercándose hasta el primer mirador, desde donde se podía contemplar el ocaso del sol.
Se paraba cada poco, pero ya no tenía la sensación de que alguien lo observaba. Ya no buscaba entre la vegetación y entre los árboles los ojos que había visto.

En ese momento, otro conejo salió huyendo muy cerca de sus piernas, detrás de una haya.

Unas horas más tarde, observaba el sol de poniente. Los colores del atardecer se difuminaban entre naranjas, violetas y negros, y perfilaban montañas y valles de la sierra de Saliencia en Somiedo, con su ya débil luz, contra la noche.

Junto con los perros, se quedó observando cómo el sol se ocultaba, en esta su última jornada. Se preguntaba si él había visto al lobo, o el lobo lo había visto a él.

Eran los ojos del lobo de Saliencia.
Ya no se sentía observado.
Ya podía ver la imagen del eclesiástico que se metía en la cama con él.
Una mirada eterna.
Sus perros lo seguían.

 

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