Cuando él entró, las brujas quedaron horrorizadas y estupefactas al verlo. Se hizo un silencio total en la cueva. Su figura quedó iluminada por una de las antorchas que habían colocado a la entrada y que proyectaba su sombra sobre las rocas, aumentando su efecto grotesco. Su caminar era lento, su posición encorvada, sus brazos le colgaban del cuerpo inclinado, arrastraba los pies, y en su espalda, casi horizontal, llevaba un pollo vivo con sus patas atadas, que aleteaba de vez en cuando. Las brujas que estaban encendiendo el fuego para preparar el bebedizo, se levantaron y quedaron de pie inmóviles.
La que estaba en cuclillas cortando la belladona, el estramonio y los hongos para la cocción, soltó el cuchillo y se irguió al instante. La mayoría de ellas, vestía una capa negra con capucha y portaba una escoba. Algunas habían llevado cuervos negros metidos en una pajarera, otra llevaba un búho y dos lechuzas, y otra, un gato negro metido en una jaula de mimbre. La más vieja, y una que caminaba cojeando apoyándose en un bastón, se acercaron unos pasos hacía donde se había parado el tonto.
—¿Quién eres tu y qué quieres? —Le preguntó la de más edad con tono desafiante y dando un paso más hacia él, provocando que la lechuza y el búho giraran la cabeza para ver al tonto, clavando su vista en él.
Éste, que no sabía hablar, se cogió con su mano derecha la sotana, y se golpeó varias veces en el pecho, a modo de repuesta.
—Es el tonto de Wuzburg. Yo lo conozco. Es inofensivo y además no habla, dijo una bruja joven, acercándose también al grupo.
—¿Dónde has robado la sotana que llevas puesta? —inquirió de nuevo la vieja.
—Seguro que la robó en casa de la sobrina del cura del pueblo. También debió de robar el pollo en su gallinero, intervino la coja moviendo su bastón.
El tonto recelaba de éste y dio un paso atrás. Se agarró la sotana varias veces y con la mano derecha se tocó el sombrero e hizo ademán de ponerse derecho. Después señaló la marmita donde estaban cociendo el bebedizo y la tocó con la mano varias veces.
La respuesta causó risas nerviosas y comentarios entre todas las presentes.
—Parece el cardenal del santo oficio, el que dirige la caza de brujas. No me gusta. Me da miedo —Volvió a intervenir la vieja, alejándose del grupo con su bastón.
—Está claro que solo quiere el brebaje, es inofensivo y además no habla —terció en su defensa, la joven.
—Pero nos puede delatar, trayendo al alguacil hasta aquí —reiteró su oposición a que se quedara, la coja.
—Él ya sabía dónde estábamos. Probablemente nos haya espiado en otros encuentros. Nos ha visto y sabe que traemos cuervos para nuestros ritos, por eso trae un pollo —dijo la joven—. No hay problema en que se quede.
—Pero no tiene escoba —arguyó nuevamente la coja, apoyándose en el bastón.
—A él no le hace falta escoba —terció una voz desde el fondo de la cueva.
—Yo la compartiré con él. Que se quede, lo pasará bien con nosotras y nos divertiremos. Además nos puede ayudar a matar a los cuervos —dijo de nuevo la bruja de menos edad, a lo que el tonto asintió complacido, balanceando su cuerpo hacia ambos lados.
—Mañana al alba, no se acordará de nada, y lo andarán buscando por haber robado la sotana del cura, y podemos tener problemas con el enviado del santo oficio —advirtió la coja señalándolo con el bastón.
—Hagamos un ritual al averno, para ver si el augurio es favorable a que se quede o a que se vaya —zanjó la discusión la mayor.
Tres de ellas cogieron cinco cuervos negros y los sacaron de las jaulas donde estaban en medio de un ensordecedor ruido de graznidos y aleteos. Los cogieron por las alas, les colocaron un capuchón de cuero en la cabeza para que no se moviesen, les giraron ésta rompiéndoles el cuello y se la cortaron con un cuchillo, recogiendo la sangre en un recipiente. Después los tiraron hacia las rocas, aleteando algunos todavía, e incluso volando descabezados hasta estrellarse con las paredes de la cueva y caer al suelo definitivamente. Las lechuzas y el búho miraban fijamente la escena y movían sus patas en la jaula con nerviosismo.
La de más edad puso la sangre de los cuervos en un recipiente, le añadió el estramonio y belladona y lo puso al fuego. Se reunieron todas en círculo en torno a la hoguera pronunciando una invocación al señor del fuego y del averno. Después, metió la mano en el recipiente y salpicó al búho y a la lechuza. Estos ulularon dos veces. Luego repitió la misma operación con el gato y también este maulló dos veces. Lo que fue considerado como un inequívoco augurio favorable a que el tonto se quedara en el aquelarre.
Éste, al conocer la noticia cogió una escoba y como si quisiera montarse en ella, se puso a dar vueltas de alegría alrededor del fuego donde estaba la marmita. Algunas se reían de él y otras seguían con los preparativos del bebedizo.
Mientras estaban en estas circunstancias, una de ellas vio como una sombra se proyectaba en el techo de la bóveda de entrada y se deslizaba por el mismo. Era de un hombre. Pasaron unos segundos de silencio total. Luego apareció la de una cabra con largos cuernos, y detrás la de cuatro cabritillas.
El pánico se apoderó de nuevo de todas las presentes. El tonto dejó de dar vueltas y se detuvo. Las que estaban moviendo la marmita se levantaron en el acto. La que estaba partiendo los hongos dejó de cortar. Las que estaban alrededor del fuego moviendo la marmita también se pusieron de píe. Se hizo un silencio total. Ninguna se atrevió a hacer nada. La cabra miraba el fuego con fijeza. Las brujas se habían quedado boquiabiertas.
Las lechuzas, el búho, y los cuervos aletearon tratando de escapar de las jaulas. El gato arqueó y erizó el lomo, maullando fieramente a la cabra, pero sus ojos amarillos y brillantes no la amedrentaron. Pasaron unos segundos en los que todos quedaron paralizados.
En esto, el tonto se acercó hasta el cabrero montado en la escoba, y se la ofreció con ademanes de invitarlo a pasar, dio unos pasos atrás hasta donde estaba la marmita, y la tocó varias veces con una mano haciendo ademán de invitarlo.
Mientras tanto, la cabra se acercó a comer los restos de las hierbas utilizados para la pócima. El tonto trató de impedirlo, y ésta le pegó un empellón arrastrándolo por las rocas. Éste trató de levantarse con torpeza, pero la cabra le dio otro revolcón, tirándolo al aire y después al suelo. Esta vez se quedó tendido en el suelo doliéndose de sus golpes y magulladuras. Las brujas se rieron de él.
Como el felino no dejaba de maullar fieramente a la cabra, una de las presentes dijo desde el fondo de la cueva con risita nerviosa:
—Que suelten al gato, a ver cuál de los dos puede más.
La cabra entonces lo miró. Este maulló y le enseñó los dientes con fiereza y con los ojos encendidos, y ésta como respuesta le dio un topetazo a la jaula, haciéndola rodar por los suelos. La aldaba de la cesta se abrió y el minino salió corriendo, pasando entre las patas de las cabritillas, que a su vez se dispersaron de forma alocada. Después inició una breve persecución detrás del gato y se paró. El felino había huido. Ésta trepó a un pequeño alto rocoso y contempló la escena del fuego desde allí. Se produjeron escenas de gran movimiento, estruendo, y confusión. Las brujas absortas con la demostración de poderío y con la persecución, quedaron extasiadas mirando los cuernos del gran macho. Solo la coja, dueña del gato, gimió de tristeza por la huida de su felino y dijo en voz alta que después lo llamaría y que volvería.
Mientras tanto, la joven se dio cuenta de que el tonto estaba tendido en el suelo quejándose. Se acercó a la marmita con un recipiente, lo llenó y se dirigió hacia a él, levantándole la cabeza y ayudándolo a beber.
—Vamos, levántate, —le dice—, apóyate en mí.
Incorporándose lentamente, el tonto contestó emitiendo unos gemidos quejumbrosos. Mirando hacia atrás, con mucho recelo a la cabra, incorporándose poco a poco, y con precaución, caminó unos pasos ayudándose en el brazo de la bruja, para acercarse al fuego, con el resto. Se sentó en el suelo, lejos del animal con semblante apesadumbrado por el ridículo hecho delante de las brujas que lo habían acogido a su fiesta.
En esa ceremonia de la confusión, el cabrero se levantó y con una cuerda ató al animal, tiró de él, e inició el camino de salida de la cueva sin comprender nada de lo que estaba viendo.
Pero las brujas no estaban dispuestas a que se marchara con su gran cabra, y antes de que el hombre se fuera, se levantaron varias con rapidez, lo rodearon y lo obligaron a quedarse. La vieja pidió que le trajeran un cuenco con un poco del brebaje y lo convidaron a beber. El cabrero, a pesar de su desconfianza, lo hizo, y fue a sentarse junto a ella.
Pero antes, como la fiesta debía de continuar, ató a la cabra y a las cabritillas.
La de más edad dijo que de todas formas era necesario un nuevo augurio del averno, para que pudieran quedarse a la fiesta.
—Pero ahora tenemos que hacer otro ritual diferente, pues no tenemos el gato.
La vieja mandó matar a tres cuervos, cortándoles el cuello. Recogió la sangre, y la calentó en un cuenco junto con una parte del brebaje que estaban cocinado. Lo removieron todo, se acercó a las jaulas de las dos lechuzas y las roció tres veces con el contenido. Pero esta vez las lechuzas no ulularon.
Entonces, ésta dijo que solo había una forma de saber si el cabrero podía quedarse. Abrió sus jaulas y las dejó escapar. Las lechuzas volaron unos minutos en varias direcciones y fueron a pararse sobre dos salientes de roca situados a ambos lados de la cabra y por encima de esta, formándose un triángulo esotérico, y allí se quedaron. Esta situación de las lechuzas a ambos lados del gran macho era el mensaje que esperaban. El cabrero y su animal podían quedarse, lo que causó gran alegría y alborozo entre todas.
Las brujas, el tonto, y el cabrero se sentaron alrededor del fuego.
—Tienes una gran cabra —le dijo, mostrando su admiración.
—Es un macho, solo sirve para comer y para cubrir a las cabritillas —respondió el cabrero—, lleva conmigo toda su vida.
—¡Toda su vida! —exclamaron las brujas asombradas.
—Sí, así es. ¿Y vosotras qué hacéis aquí en esta cueva? ¿Qué preparáis en esa marmita? —preguntó—. ¿Algún guiso?
—Es un brebaje que nos permite ponernos en contacto con el maléfico.
—¿Y quién es ése? —preguntó el cabrero sorprendido—. ¿Es ese? —dijo señalando al tonto—. Ya entiendo, queréis hablar con él, a pesar de que es mudo.
Las brujas se rieron de él.
—Ese solo es el tonto del pueblo de Wuzburg —respondió la coja.
Unos minutos después, el brebaje se terminó de cocer. Se levantaron y pasaron cada una con su recipiente por la marmita. Después se pusieron en círculo, bebieron, y empezaron los cánticos en honor al dios del infierno.
Según el bebedizo iba haciendo su efecto, las brujas se fueron quitando ropa. Volvieron a pasar en círculo alrededor de la marmita y a beber del brebaje. Nuevamente entonaron cánticos en honor de su dios Satán, para al cabo de unos minutos volver a beber.
Después de haber bebido tres veces, y reunidas en torno al fuego, la bruja mayor dijo que había llegado el momento de que cada una hiciese un pacto con el diablo, pero que antes había que hacer una ofrenda de comida a la cabra.
Las brujas cogieron todos los restos de las hierbas y de las hojas no utilizadas en la cocción, y se los llevaron como ofrenda.
La dueña del gato que se escapó, miraba a la entrada una y otra vez. Desconsolada descubrió que no regresaba. Enfadada, se acercó a la cabra y trató de montarse en ella; esta trató de tirarla, pero la bruja se agarró con fuerza a los cuernos. La cabra hizo más violentos sus saltos y terminó derribándola.
—¡Diablo de berraco! —exclamó la coja en el suelo, entre divertida y excitada—. Tiene más fuerza que mi gato.
Como éste no había regresado, a pesar de sus llamadas, decidió coger una escoba e invitar al cabrero a montar.
Una vez terminados los conjuros, y ya con la marmita casi vacía, las brujas empezaron a quitarse parte de la ropa. El tonto se quitó la sotana y se quedó con un pijama blanco completo, el cabrero con su zamarra hecha de girones de piel de cordero y ambos invitaron a las presentes a cabalgar.
Toda la noche, y sobre la bóveda de la cueva, el fuego de las teas proyectaba las figuras de las brujas, del tonto, y del cabrero, montados en sus escobas y cabalgando por la cueva.
Al día siguiente al alba, y después de una noche de orgía, la mayoría se había marchado cuando el cabrero se despertó. Se vistió, y miró al tonto que seguía durmiendo. Solo quedaban las jaulas de las lechuzas y del gato. Cogió su cabra y las cabritillas y se marchó de la cueva.
Cuando el tonto se despertó, estaba ya solo en la gruta. Se echó las manos a la cabeza como si quisiera mitigar el dolor de cabeza que sentía. Se puso sus ropas y salió. La luz del día lo cegaba. De repente, volvió de nuevo en la cueva, cogió la sotana y el sombrero que había robado en la casa de la sobrina del cura y cuando se marchaba, se dio cuenta que la bruja joven se había olvidado su escoba. Tendría que esperar hasta la noche del siguiente año de solsticio para darle la escoba a la bruja más joven.
Era el año de 1387 en Wuzburg.
Este relato pertenece al libro “Goces y Sufrimientos en el medievo”.