Me hice con unos harapos de minero y me dirigí a la mina siguiendo un sendero en la falda de la montaña. Cuando llegué a la boca, la noche era fría, neblinosa y lluviosa.
En una pequeña plataforma había niños y mujeres harapientos y sucios que esperaban que el capataz abriera la puerta de madera, tapada por una cortina mugrienta, que daba acceso al interior.
La mirada de los niños y de las mujeres era inexpresiva. Cada pequeño y cada mujer llevaban una jaula con ratones y canarios, animales más sensibles a los gases de las minas, que alertaban de su mortífera presencia.
Una vez abierta la portilla, los niños y las mujeres fueron pasando a los estrechos túneles donde iban a trabajar de rodillas arrastrando cargas de carbón tirando como bestias de ellas.
Ya en el interior, me tuve que agachar, pues la altura del techo disminuía. La oscuridad era casi total. Me introdujeron en uno de los pasadizos. Con un carro vacío, tuve que desplazarme de rodillas, arrastrándolo para llegar a zonas donde lo cargaba, y una vez lleno, llevarlo afuera, y así durante horas interminables, y prácticamente en la oscuridad.
Además del riesgo de quedar atrapados, los riesgos de derrumbes en los túneles eran evidentes, pues había inundaciones por corrientes de aguas repentinas.
Había niños y mujeres que no querían salir de la mina por la noche, y se quedaban a dormir en algún hueco que les proporcionaba seguridad. El dolor que les suponía ver como la gente de los pueblos, y entre ellos, los más acomodados, los despreciaban y los temían, hacía que prefirieran quedarse en el interior. El sentimiento de moverse con libertad en el exterior no compensaba el sufrimiento de verse rechazados.
Por eso, los mineros en sus oscuros túneles, formaban comunidades cerradas, y eran despreciados y temidos por el resto de las personas, al verlos como masas de personas embrutecidas por el sufrimiento, por el trato como animales, y sin ningún sentimiento ni de respeto ni de aprecio por nada.
Uno de los días festivos en el que había una misa en el pueblo, una mujer y sus cuatro hijos, acudieron a las misma.
Ajosefo Antuanido salía con un paraguas muy grande para ayudar a bajar a las condesas, marquesas, y baronesas de sus calesas tiradas por caballos, y dirigirlas y asistirlas a la entrada del la iglesia.
A la puerta de la misma, Chemary el Escribano, y Álvaro del Aportillo los recibían, diciéndoles:
—Por Dios, por Dios, por Dios, me alegro de verlos acudir a cumplir con el precepto dominical que manda la Iglesia, señora condesa y señor conde.
—Per favore, per favore, per favore, siento no haber venido la semana pasada a su homilía —Le contestó con mucho sentimiento la dama—, pero tuve una terrible jaqueca.
—Por Dios, por Dios, por Dios, lo supe —Le respondió el cura—, y recé tres avemarías y unas jaculatorias por usted.
—Per favore, per favore, per favore, pues obraron milagros señor cura, obraron milagros.
Álvaro del Aportillo se dirigió a la marquesa:
—Por Dios, por Dios, por Dios, señora marquesa, que placer verla de nuevo como todas las semanas a interesarse por nuestro sermón dominical.
—Per favore, per favore, per favore, así es, así es, que no es de otra manera, señor Aportillo.
—Per favore, per favore, no podía ser de otra manera.
—Per favore, per favore, todos los días de la semana espero este momento.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que animales más bonitos —dijo Chemary el Escribano.
—Por Dios, por Dios, por Dios —Le dijo Chemary, ayudándola a bajarse de la calesa.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que estampa —decía él Escribano.
Así fue recibiendo a todos los miembros de las clases acomodadas de la zona.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que abrigo tan bien cortado, señor barón —Le decía Álvaro del Aportillo.
Y le volvía a decir, mientras Ajosefo Antuanido los protegía de la fina lluvia con su paraguas.
—Per favore, per favore, per favore, así es, así es —Le respondió con sorna el varón—, que no es de otra manera.
—Per favore, per favore, per favore, menos mal que un representante del clero sabe vestir bien
—Volvió a decir el barón.
—Per favore, per favore, per favore, y valora nuestro esfuerzo por venir a la iglesia con la indumentaria adecuada.
—Per favore, per favore, per favore, siempre es de agradecer el elogio, por parte de alguien que sabe lo que dice, porque su sastre, señor cura, no está falto de ninguna habilidad.
—Per favore, per favore, per favore, la estola de color blanco, realza su negro habito —dijo la baronesa.
—Per favore, per favore, per favore, el color blanco significa la benevolencia hacia los dóciles, a los penitentes, y a los sumisos —continuó la baronesa.
—Per favore, per favore, per favore, tengo entendido que la lana significa la aspereza de la reprensión a los pecadores —siguió.
Chemary el Escribano y Alvaro del Aportillo pasaron después a saludar con gran amabilidad y cortesía, al resto de su feligresía.
Mientras tanto, la madre harapienta y sus cuatro hijos intentaron entrar a la iglesia, y Alvaro del Aportillo y Chemary el Escribano los echaron iracundos, expulsándolos, gritándoles que ese no era su sitio y que se fueran.
—Ustedes no tienen herencia para dejar a la Iglesia —les decían.
Desde el exterior oían como la misa empezaba con una epístola dirigida a todos los hermanos de la parroquia en la fe, en el amor fraterno, y en la caridad de Jesucristo.
Una vez de vuelta en la mina y después de pasar unos días sin salir, observé como la mujer que se hacía cargo de los cuatro niños de edades muy tempranas abandonaba la mina y se disponía a bajar al pueblo.
Me quedé una semana más en el pueblo. Me vestí de nuevo con los peores harapos que encontré, me dirigí a la casa sacerdotal y le pedí el sacramento de la confesión.
Con gestos de desprecio, y de disgusto, me echó de allí. Me dijo que no tenía propiedades y que por eso no necesitaba ninguna confesión, y me cerró la puerta.
De nuevo toqué con más fuerza. Volvió a salir, Chemary el Escribano, y esta vez le di una tremenda paliza, de la que no se recuperará. Le destrocé la cara y la tendrá deformada siempre, y por su fealdad provocará el rechazo de las personas. Además le partí un tobillo y será cojo toda la vida, y los niños se reirán de él. De igual forma, su mano y su brazo derecho tampoco le servirán para nada, no podrá moverlos.
Fue mi venganza, por el despreció que mostró a esa mujer, que se hacía cargo de esos niños, de los que uno de ellos me salvó la vida en una ocasión.
También supe que a los mineros fallecidos en accidentes los entierran en las minas, verifican si tienen propiedades, se las quitan y se las queda la Iglesia Católica, pues es la propietaria de muchas de ellas.
Siempre lo han hecho así, de nuevo horrorizado por lo que les estaba contando a su amigo. Es la forma de financiarse. Son iguales en todas partes.
—Es un fenómeno social nuevo y monstruoso —Les decía—, el “sea coal”. Esto es lo que yo vi en el interior de las minas de carbón.
Las minas de carbón pertenecieron muchos años a la Iglesia Católica.