Ajosefo, arriero, llega con seis acémilas al monasterio del señor obispo “Chemary, el escribano”, para ser oído en Secreta y Santa Confesión.
El deán Chemary, el escribano, sale a recibirlo. Observa los seis jumentos, deteniendo su vista en una de las acémilas.
—Por Dios, por Dios, por Dios, pasa al confesionario —dijo el deán al arriero.
—¿Me arrodillo? —preguntó con cara de angustia y de miedo Ajosefo.
—Arrodíllate, arrodíllate, pecador —Le dijo el obispo Chemary con cara de gran ansiedad y preocupación.
—Me confieso ante Dios Padre Todopoderoso, señor obispo.
—Por Dios, por Dios, por Dios —decía Don Chemary.
—Per favore, per favore, per favore —Volvió a decir Don Chemary el escribano.
—¿De qué te acusas, Ajosefo?
—¿De que te acusas, Ajosefo Antuanido?
—He fornicado —dice Ajosefo, compungido de rodillas en el confesionario.
—Por Dios, por Dios, pero ¿cómo haces eso?” —Le dijo el deán, con la cara roja como la grana.
Se hizo el silencio.
—Por Dios, por Dios, por Dios —dijo el deán.
—¿Con quién?, ¿Con quién?, ¿Con quién? —inquirió el obispo, preso de gran ansiedad y agitación.
—Con la Bernarda, señor obispo.
—Por Dios, por Dios, por Dios. Con ¿la Bernarda?… ¿Con La Bernarda?… Ajosefo.
—¿Con la Bernarda, Ajosefo Antuanido?
—Per favore, per favore, per favore, Ajosefo.
—Por Dios, por Dios, por Dios Ajosefo Antuanido —Le decía el obispo Chemary el escribano con cara desencajada.
—Por Dios, por Dios, por Dios, no vuelvas a hacerlo, no vuelvas a hacerlo —decía preso de grande irritación el deán, casi descompuesto.
—Perdone, disculpe, no lo volveré a hacer, señor Chemary.
El obispo salió corriendo del confesionario para escorrerlo y darle un gran madrazo.
Pero el Escribano tropezó con una raya de las baldosas del convento, la pisó y cayó al suelo inmóvil.
Mientras tanto Ajosefo Antuanido se refugió en una zona del claustro donde el obispo no lo podía alcanzar, pues estaba lleno de baldosas.
Entró de nuevo en la iglesia, afligido. Necesitado de la fraterna y cálida absolución. Vió al monje Don Álvaro del Aportillo confesando. Se dirigió hacia al confesionario. Ajosefo se inclinó hacia él, piadoso y temeroso de Dios.
—Por Dios, por Dios, por Dios. ¿De qué te acusas, Ajosefo?, ¿de qué te acusas, Ajosefo Antuanido?
—Le dijo con cara preocupada Don Álvaro.
—Por Dios, por Dios, por Dios. ¿De qué te acusas, Ajosefo Antuanido? —Le preguntó de nuevo preso de gran ansiedad y agitación.
—Me acuso de que forniqué.
—Por Dios, por Dios, por Dios —Le dijo el monje don Álvaro del Aportillo.
—Por Dios, por Dios, por Dios, y lo dices así de esta manera —Le dijo el prelaturo.
—Por Dios, por Dios, por Dios. ¿Y cuántas veces? —Le preguntó de nuevo el confesor.
—Muchas, muchas, muchas, señor Don Álvaro del Aportillo.
—Muchas, muchas, señor prelaturo.
—¿Y con cuál? —Le preguntó el monje con gran apremio y ansiedad.
—¿Y con cuál? —Le inquirió el monje con gran ansiedad y presa del pánico.
—Con la Bernarda —contestó el mozo de mulas.
—¿Con la Bernarda? —dijo el prelaturo.
—¿Con la Bernarda? —Volvió a inquirir el prelaturo.
—Así es —le contestó el arriero.
—Así es, que no es de otra manera.
—¿Pero como haces eso, Ajosefo?
—¿Pero como haces eso, Ajosefo Antuanido? —dijo lleno de una ira y rabia no contenida.
—¿Por qué, padre?
—Disculpe, padre.
—Márchate de aquí, pervertido.
El prelaturo salió del confesionario como una exhalación dispuesto a darle un madrazo, tropezó con la raya de unas baldosa, la pisó y cayó desvanecido.
Mientras tanto Ajosefo Antuanido, aprovechando, se acercó a otro confesionario, y raudo dice:
—Vengo a acusarme, padre.
No tuvo respuesta, y de nuevo inicia la retaíla de sus pecados, con gran rapidez.
—Vengo a confesarme padre, de que he fornicado.
—Per favore, per favore, per favore padre, vengo a confesarme, padre.
—Per favore, per favore, per favore padre, vengo a confesarme de que he fornicado.
—Pero Ajosefo, pero Ajosefo.
—Pero Ajosefo Antuanido, a mí que hostias me dices, si yo soy el carpintero.
Y así el carpintero, vecino suyo, se enteró de sus desvaríos y de sus ardores amorosos, y riéndose salió del confesionario que estaba arreglado, y le dijo con sorna:
—¿Con cuál? —Le preguntó riéndose.
El carpintero llegó al pueblo, y divertido, fue a la taberna a tomarse unos vinos y le contó los pecados de Ajosefo a todo el mundo, que lo escarnecieron.
Ajosefo no se quedó a gusto sin la absolución, y necesitado de ésta, y de un poco de consuelo fraterno, se dirigió al claustro del monasterio donde vio discutir agriamente al coadjutor Juez del Supremo Hacedor Don Nacho el Vidaurio y a un monje.
Casi llegaban a las manos, Don Nacho y él.
Los gritos y las voces que daba Don Nacho el Vidaurio, fueron muy altos e incluso hubo algún insulto y algún empujón.
Ajosefo esperó unos minutos a que acabara la discusión, se dirigió al monje, y le preguntó si lo podía oír en confesión.
—Pasa por aquí —Le dijo el fraile, que se percató que necesitaba del sacramento del santo perdón.
—Confieso que he pecado —Le dijo al monje.
—¿En qué has pecado? —Le preguntó el monje.
—Que he fornicado —Le dijo al sacerdote.
—¿Y con quién?
—Con la Bernarda, padre.
—Estoy muy arrepentido y me voy a quitar —Le dijo al monje, así de esta manera, para que no lo escarneciera.
—Me voy a quitar —repitió varias veces.
Después de unos minutos de silencio, y mientras el monje discernía y se acicalaba la barba una y otra vez con la mano izquierda, al tiempo que miraba con sigilo al coadjutor Nacho el Vidaurio, le respondió:
—¿Pero por qué te vas a quitar Ajosefo? ¿Porqué te vas a quitar?
—¿Porqué te vas a quitar Ajosefo Antuanido?
—No tienes porque hacerlo Ajosefo —Le decía el monje.
—No tienes porque hacerlo Ajosefo Antuanido.
—No lo hagas, si es la que te gusta a ti.
—Sigue con la Bernarda.
—Gracias padre, ahora ya me quedo más tranquilo.
—Ego te absolvo in nomine patre et filium et cum spiritu tuo.