Esta es la historia de un nazareno.
Esta es la historia de una cruz.
Esta es la historia de una golpiza.
En la procesión del Viernes Santo:
El nazareno soportaba la cruz.
El nazareno llevaba una corona de espinas.
Manaban hilillos de sangre de su cabeza.
Dos centuriones le cruzaban la espalda a latigazos, sin piedad.
Caminaban en procesión detrás del cardenal Bermudo Bellido.
Suben por una calle empedrada.
La multitud, amontonada y envalentonada, a ambos lados de la calle, incitaba a lacerar aún más al nazareno.
—Dale, dale más, dale más —Le gritaban divertidos a los dos centuriones.
Siguieron con los latigazos, hasta que el nazareno cayó.
Tardó en levantarse doliéndose de la caída y de los golpes.
Cargó de nuevo con la cruz para seguir la ascensión por la empedrada callejuela.
Los centuriones continuaban con los latigazos.
La gente estaba encantada.
Seguían la ascensión por la empedrada callejuela.
Los latigazos seguían.
El nazareno cayó.
Se levanto a duras penas.
Se dolía de la caída y de los golpes.
Continuaban con los latigazos.
La gente encantada le decía a los centuriones:
—Dale, dale más, dale más.
Seguían por la empedrada calle.
El nazareno veía que le seguían dando golpes tremendos.
Totalmente encabronado, se deshizo de los maderos, los tiró al suelo.
Se deshizo de ellos.
Se volvió contra uno de los centuriones y furioso la emprendió a madrazos contra él.
Éste, echó a correr y trató de huir.
Un transeúnte le puso la zancadilla.
El centurión cayó al suelo.
El nazareno lo alcanzó y lo agredió con una golpiza tremenda
La gente se divertía. Exclamaba:
—Dale, dale más, dale más, al cabrón —decían.
Y reían.
El otro centurión al ver lo que le sucedía a su colega, echó a correr por el otro lado de la procesión.
Otro transeúnte le puso el pie para que tropezara y cayera.
El nazareno se dirigió a él, y la emprendió a golpes, mientras le decía:
—Dale hijo de puta, dale cabrón.
Y así dejó desarbolado al otro centurión.
El cardenal O´Lixeiro, horrorizado con lo que estaba sucediendo, echó a correr tórpemente arrastrando su pesada calza por la empinada cuesta.
Tropezó, pues su vestimenta no era la adecuada para correr y se cayó.
Se levantó doliéndose y cojeando de forma ostentosa.
Inició de nuevo la huida.
Llegó a un convento de monjas
Golpeó con fuerza la pesada aldaba de hierro de la puerta.
—Por Dios, por Dios, por Dios, soy el cardenal don Bermudo Bellido, ábrame la puerta, por Dios.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que soy un representante de Dios, ábrame la puerta.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que soy un representante de la Iglesia, ábrame la puerta, por Dios, por Dios.
Mientras golpeaba con los puños y con la aldaba, veía como los tres goliardos se acercaban.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que soy un representante de los obispos, ábrame la puerta, por Dios, por Dios —decía el cardenal.
Pero la puerta no se abrió.
Los clérigos errantes se acercaron a él.
Le metieron la cabeza en un saco.
El saco lo llevaron a un robledal.
Lo colgaron de un árbol.
Y empezó la golpiza al cardenal.
—Esperemos que se le quite su mariconería.
—Esperemos que se le quite su pederastia.