El año 1000

El año 1000

¡Tan-Tan, Tan-Tan, Tan-Tan!, sonaban las campanas de la catedral. Era el primer repique para llamar a la misa de doce dominical. Claude, el tabernero, y un cabrero, ya llevaban esperando unos minutos en el tejadillo de la iglesia cuando un clérigo empezó su discurso.

Al final de este verano, vendrá el otoño, y después el año 1000. Será el final de la era y se acabará el mundo, y todas las criaturas serán juzgadas por el Creador de Cielo y Tierra.

Así hablaba un monje errante, con sayón negro, de pelo y barba largos y sucios por el polvo de los caminos, mientras esgrimía una garrota de forma amenazadora, ante la gente que poco a poco, se iba congregando ante la escalinata de la catedral para escucharlo.

Y continuó diciendo: “El cielo estallará en truenos y relámpagos, que encenderán los bosques y los tejados de las casas. La tierra se abrirá y tragará a todos los culpables de pecado. El agua de los ríos y de los lagos no podrá apagar el fuego pues caerá por las grandes grietas abiertas, y por estas saldrán legiones de demonios que tirarán de aquellos que hubiesen logrado agarrarse a algún árbol, o a alguna de sus raíces. El fuego y el humo harán irrespirable el ambiente, haciendo imposible sobrevivir y desaparecerá la luz y se harán las tinieblas.

Completaba su discurso: “Los animales domésticos, como las vacas, los cerdos y hasta los corderos atacarán a las personas. Las gallinas, los pavos, y las palomas acosarán con sus vuelos, a los culpables de pecado contra Dios.

La perorata seguía: “Los zorros y los raposos indicarán a los demonios, las casas donde habitaban los pecadores. También los perros dejarán de ser dóciles con sus amos, los traicionarán, y se volverán contra ellos, mostrándoles sus fauces con fiereza.

Y no contento, continuaba: “Los caballos y los asnos se encabritarán y derribaran a aquellos que quisieran montarlos o cargarlos con sus pertenencias para escapar. Las lechuzas y los búhos los perseguirán de noche, para indicar a los diablos donde moran. Si alguno lo lograse, las águilas y los buitres se abatirán desde los cielos sobre ellos, desgarrando su cabeza, su cara y su cuerpo, con sus garras y sus picos.

Las premoniciones eran cada vez más graves: “El alma de las mujeres adulteras se la llevará el demonio, y sus cuerpos se transformarán en cabras salvajes enfurecidas, con grandes cuernos retorcidos, que atacarán a sus amantes, pues la lujuria es uno de los pecados que más molestan a los santos y santas que habitan en el cielo.

El cabrero, al oír el discurso se intranquilizó, y con gestos de nerviosismo, les dijo a sus amigos Claude, siervo de la gleba como él, y al tabernero, que se marchaba.

—Nosotros nos quedamos un poco más —Le dijeron los amigos.

Éste llamó a su perro, y con los silbidos habituales también a su rebaño, y tomó el camino del río para no seguir la senda que pasaba por el palacio del duque. Una vez en las afueras del pueblo, y desde lo alto del puente, miraba con insistencia el paso del río, tratando de descubrir remolinos que indicasen grietas por donde pudieran sumirse las aguas hasta donde moraba el mismo Belcebú. Una vez que todas las cabras de su rebaño cruzaron el puente, escrutó el cielo, tratando de vislumbrar cambios. Miraba y observaba el vuelo de las aves, por si hubiera señales, que pudiesen indicar el inicio del temido juicio final.

Al no encontrar nada que lo preocupase, se tranquilizó y mientras caminaba con su rebaño, empezó como solía hacerlo, a hablar con su perro, llamando de vez en cuando por sus nombres a cada uno de sus animales.

El cabrero le preguntaba si creía que la duquesa le habría dicho algo al cura.

—¿Tú crees que se habrá confesado con él? —Volvió a preguntarle—. Si lo confesó, seguro que el cura a su vez, se lo dijo a Dios. Tal vez por eso ha venido el fraile.

Y mientras seguía caminando, pensativo, le decía que no le gustaba nada la mirada del clérigo.

—¿Tú crees que alguna de las amigas de la duquesa se habrá confesado? —Le volvió a preguntar. El perro levantaba la cabeza y miraba fijamente al cabrero como si comprendiese sus palabras.

—Quizás por eso también se habrá enterado Dios. Y quizás por eso vino el clérigo —hablaba preocupado de nuevo el pastor.

—Tal vez debería de hablar con la duquesa y preguntárselo —Le decía—, pero es peligroso. El duque se podría enterar y hacerme matar.

—Sería bueno, poder preguntárselo a las amas de compañía de la marquesa y salir de dudas, pero se podrían enterar sus maridos, y los nobles y vasallos del duque. Demasiado peligroso —sentenció poniendo fin a sus reflexiones.

El cabrero evitó pasar por las tierras de estos, sin dejar de escrutar al cielo. Nubarrones grises, y algunas gotas de lluvia amenazaban en el horizonte. El olfato del pastor le decía que se cernía una tormenta, y que pronto llovería de forma abundante.

—¿Será el fin del mundo? —Le preguntaba al perro.

Mientras tanto, no dejaba de mirar con recelo a algunas cabras, y en algún momento las amenazaba con la garrota. También al perro empezó a mirarlo con recelo y desconfianza, e incluso a amenazarlo.

Cuando llegó al cobertizo donde pasar la noche y guarecerse de la tormenta, metió a las cabras en el cercado, levantó la garrota y las amenazó, y lo mismo hizo con el perro, entre un sinfín de juramentos.

A la mañana siguiente, mientras conducía su rebaño por el campo, el cabrero se encontró con Claude. Después de saludarlo, le preguntó si había desaparecido ya la calavera del hombre que el duque había mandado enterrar vivo.

Claude le contestó que la cabeza ya había desaparecido, pero que el cuerpo seguía todavía allí, pues había sido enterrado en posición vertical. Los animales y las aves del campo, fueron acercándose y comiendo trozos de su cara y de su cabeza. Tardó varios días en morir.

—¿Por qué le habrán sometido a ese tormento? —Se preguntó el cabrero, en voz alta.

—Creo que fue por un acto de desobediencia al duque —contestó Claude.

»Nadie se atrevió a hacer nada por salvarlo o por hacerle menos dura la espera. Los habitantes del burgo pasaban a su lado, veían su cabeza y su cara ya descarnada, todavía vivo, y desviaban la vista —decía Claude con la voz entrecortada por el miedo.

»Algunos parroquianos le preguntaron al cura en la iglesia, si debían ayudarlo a morir o no —continuó diciendo Claude—. Y el cura les contestó que era un castigo ejemplar para los pecadores y que así lo quería Dios, que era un acto legal, y que la naturaleza debería seguir su curso con aquellos que osaban incurrir en la desobediencia.

»Incluso le llegaron a preguntar al obispo —siguió Claude—, si debían de hacer algo por él, y este dijo que la desobediencia debe de castigarse con la máxima dureza, que era necesario un castigo ejemplarizante.

El cabrero se despidió de Claude, deseándole buen tiempo para su cosecha, llamó a su perro y a sus cabras con los silbidos habituales, y emprendió el camino hacia sus rediles.

El sábado siguiente, y ya de noche, después de toda una semana de trabajo, Claude se dirigió a la taberna de los soportales, que estaba enfrente de los tejadillos de la Iglesia donde los clérigos y los vagabundos que anunciaban el fin del mundo, se protegían de la lluvia y del frío.

Cuando Claude llegó, le preguntó a su amigo el tabernero, un tipo de bajo de estatura, cara redonda, barriga grande y con un delantal lleno de manchas de grasa y de vino, si había visto al cabrero, y este le contestó que llevaba varios días sin aparecer por allí, y que le parecía extraña su ausencia, y continuó con su trabajo. Despachaba vinos y colocaba trozos de carne y de tocino al fuego, y después de asados, los acompañaba con rodajas de pan. Unos candiles hacían visible el humo de las brasas. Tenía un vaso solo para él, y cada vez que servía a un cliente, llenaba también su vaso. Al igual que hacía con el vino, por cada trozo de tocino que ponía al fuego, ponía otro para él. Si un cliente pedía un aguardiente, servía dos, y brindaba con él. En ocasiones, cuando ponía un trozo de tocino demasiado grande sobre la rodaja de pan, le daba un mordisco y luego se lo daba al cliente, diciéndole que le había puesto demasiado.

Los sábados por la tarde se reunían muchos hombres que discutían sobre los viajes y las hazañas que habían realizado en países lejanos. La mayoría eran mercaderes, peregrinos y soldados de la zona, pero otros habían estado en las cruzadas, o venían de comerciar en países lejanos, como la India, y acudían a la taberna para hablar de sus andanzas. Casi todos eran hombres libres, pero también acudían algunos siervos. El vino y los licores enardecían su locuacidad y hablaban unos de las aventuras que habían vivido en la lucha contra los infieles y otros, de animales fantásticos que habían visto, y que eran sagrados en otras lejanas religiones. Alguno incluso decía que había oído hablar de un animal con un único cuerno, un unicornio, que era la misma imagen de Belcebú.

Al amparo del valor que proporcionaba el vino, y por las conversaciones que oía, Claude apoyaba a aquellos que en las discusiones decían que las religiones de otras tierras eran las verdaderas, y las elogiaba, no solo a sus dioses, sino también a los animales sagrados que las simbolizaban. En el punto álgido del efecto del vino, se atrevía a negar el bautismo, la comunión, y los sacramentos, y decía que preferiría adorar a esas criaturas de las que estaba oyendo hablar. Después, atacaba directamente al cura y al obispo, y retaba a los santos y a sus símbolos, para terminar insultando al Papa, por lo que era considerado como un hereje y un loco por algunos.

Ya muy de noche, la taberna cerró sus puertas.

¡Tan-Tan, Tan-Tan, Tan-Tan!, sonaban las campanas en el primer aviso para la misa de medio día de ese domingo.

Claude y el tabernero, que estaban esperando el sermón del fraile, se preguntaban dónde estaría su amigo el cabrero, que llevaban varios días sin aparecer.

Irrumpió un fraile alto, delgado y enjuto, rodeado de sus perros, tan flacos y sucios como él, y de varios vagabundos con barbas largas y grises, comenzaba su discurso en la escalinata de la catedral.

El día del juicio final, desde los cuatro ángulos de la tierra, cuatro ángeles tocarán sus trompetas, cuyo sonido llegará hasta lo más profundo de los cementerios. Se desatarán vientos huracanados que levantarán las lapidas de las tumbas y permitirán que los muertos recobren el influjo de la vida, uniéndose con los vivos.

Y continuó diciendo: “El pecado que más aborrece el Creador es la desobediencia de las criaturas que Él creó a su imagen y semejanza. Solo los obedientes y los dóciles, serán salvados por las legiones de ángeles que los recogerán en su vuelo para llevarlos ante su presencia.

Y prosiguió: “Aquellos que hubieran cometido pecado de desobediencia serán enviados al centro de la tierra, donde los ejércitos de demonios los encadenarán a parrillas, los quemarán por toda la eternidad, poniéndolos en las zonas donde las llamas son más intensas. Legiones de diablos atizarán el fuego que hará que los gritos de dolor se oigan a cien leguas de distancia, pues la desobediencia es el pecado que más molesta a Dios, y será castigado con las mayores penas de sufrimiento.

Los gestos de su discurso se tornaban cada vez más violentos y rápidos, y mientras así hablaba, levantaba una pesada garrota que movía de forma amenazadora, mientras sus acompañantes asentían con sus ademanes.

Por último se refirió a aquellos que hubieran osado desafiar a la Iglesia, adorando ídolos y animales de otras religiones, pues serían los que con más intensidad sufrirán el fuego.

Al oír estas palabras del fraile, Claude, con gestos de intranquilidad, le manifestó a su amigo el tabernero que se marchaba a su casa, pues no se sentía bien.

Mientras tanto, el médico del burgo trabajaba sin descanso, acudiendo a visitar a los enfermos. Una rara enfermedad que no conocía, se multiplicaba. Mucha gente sufría de insomnio, de falta de apetito, y de ansiedad extrema, y él, además de las visitas, tenía que elaborar medicinas a base de hierbas.

Ese domingo, y después de la hora de comer, cuando el médico supo que el cabrero estaba enfermo, avisado por su mujer, se acercó hasta su casa. Cuando llegó, este exclamaba una y otra vez, que la culpa la tenía la cabra de los cuernos retorcidos, presa de un delirio verbal incontenible, mientras permanecía tumbado en la cama y doblado en posición casi fetal, proclamaba su inocencia diciendo:

—Yo no tuve la culpa. La culpa es de las cabras —gritaba delirante el cabrero.

—Tranquilícese —Le decía el médico.

Pero el cabrero insistía:

—Fueron las cabras, yo no tuve la culpa —Volvía a repetir—. Ahora me miran mal y me quieren matar. También el perro me quiere matar.

—¿Alguien sabe lo que está diciendo este hombre? —preguntó a varios vecinos y vecinas que se habían congregado.

Todo el mundo calló, menos una mujer que enrojeció, y se llevó la mano a la boca con un gesto instintivo. El médico miró para ella, y después al cabrero, y dijo:

—Este hombre lleva sin comer varios días, y por lo que parece, también sin dormir. Está medio enloquecido.

Le dio un cocimiento de hierbas para tranquilizarlo y para que durmiese, y ordenó que lo obligaran a comer.

—De todas formas —dijo el galeno—, voy a mandar al cura para que le dé la extremaunción, pues quizás no sobreviva.

El cabrero, al oír nombrar al cura, se revolvió en la cama y dijo que el cura no, que el cura no viniese, que no era el momento del juicio final.

El domingo siguiente, y de madrugada, el médico se dirigió a la casa de Claude alertado por su mujer. Cuando llegó, le dijo que llevaba una semana sin dormir, que no bebía ni comía, y que no quería trabajar en el campo.

—Está tumbado en la cama, no se quiere levantar y no quiere hablar con nadie. Así está, desde que el sábado pasado vino de la taberna —decía su mujer—. Bebió demasiado y algo debió pasarle. Solo habla de criaturas mágicas de otros países y de otras religiones, y dice que es inocente. Creo que el demonio se ha instalado en su cabeza.

—El día del juicio final, cuando los ángeles toquen las trompetas, le diré al Juez que la culpa es del recaudador y del cura —Claude repetía insistentemente en voz muy baja. Era lo único que decía.

El médico le preguntó a la mujer si sabía que significaba eso, y la mujer le dijo que Claude tenía que trabajar de por vida para la Iglesia, pues durante cuatro años no entregó el diezmo al cura del burgo. El obispo lo mandó llamar, y le comunicó que a partir de ese momento, solamente lo sembrado en una pequeña parte de la tierra sería para él y su familia, y el resto sería empleado para pagar a la Iglesia la deuda y los intereses contraídos. Por eso nunca podrá comprar su libertad.

El galeno le dio un cocimiento para que se tranquilizase y se durmiese, y le dijo a su mujer que le diese de comer, que estaba muy débil. Además le mandó que le pusiesen cuatro sanguijuelas en cada pierna, durante media hora, dos veces por día, pues era necesario ahuyentar al demonio que con tanta fiereza le había chupado la sangre, y lo había dejado tan débil.

—De todas formas, le mandaré al cura para que le dé la extremaunción —dijo al marcharse el médico—. Al oírlo, Claude perdió el conocimiento en la cama.

Cuando el médico salía de casa de Claude, oyó el ¡Tan-Tan, Tan-Tan, Tan-Tan! de las campanas de la iglesia. Volvían a sonar las campanas en el primer aviso para la misa de dominical de medio día.

Un fraile alto, delgado y enjuto, y rodeado de sus perros, tan flacos y sucios como él, y de otros clérigos errantes, empezaba su discurso en la escalinata de la catedral.

El tabernero, al verlos, decidió cerrar la tasca y salir a oír lo que decían, aunque estuviera solo, pues no sabía nada de sus amigos Claude y el cabrero.

El fraile empezó su discurso diciendo: “El señor ayunó cuarenta días y cuarenta noches en el desierto, y lo hizo por los pecados de los hombres, para ayudar a salvarlos. Aquellos que no practican la abstinencia ni el ayuno que manda la Iglesia, serán castigados de forma ejemplar por el Creador, y los que practican el placer de la glotonería y del vino, serán presas de su ira, y serán castigados con un ayuno perpetuo, pues serán convertidos en serpientes y enviados al desierto, donde no hay alimento, ni una gota de agua para mitigar la sed y donde así vivirán arrastrándose por toda la eternidad.

El tabernero, al oír el discurso del clérigo, se fue a la taberna, cerró la puerta y después se marchó a su casa, presa de un nerviosismo creciente.

Al cabo de varios días de permanecer cerrada, los vecinos, sin saber nada del tabernero, decidieron llamar al alguacil, y este al médico, que cuando llegó, se lo encontró murmurando en un estado casi de inconsciencia:

—No volveré a comer tocino.

—Que barbaridad —dijo el médico—. Nunca había oído nada semejante de una persona agonizante, mientras acercaba la oreja a la boca del tabernero para escuchar mejor lo que balbuceaba.

—No volveré a beber vino, ni aguardiente —volvía a repetir, con voz tenue y entrecortada.

El médico le mandó un bebedizo, y le recetó también unas sanguijuelas, explicando a una vecina como se las tenía que poner para expulsar al demonio de ese cuerpo.

Cuando ya de noche iba de camino de regreso a su casa, reflexionando sobre las causas de la enfermedad que aquejaba a tantas personas en el pueblo, pasó por delante de la escalinata de la catedral. Vio a los clérigos y frailes vagabundos durmiendo acompañados de sus perros. Pronto vendría el otoño y el frio, pensó, y esos hombres no se podrán cobijar en los tejadillos de la iglesia. Ya no podrán congregar a la gente al repique de las campanas.

Este relato pertenece al libro “Goces y Sufrimientos en el medievo”.




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