Estando en cuclillas, tuvo de nuevo la sensación de que alguien le estaba observando. Se levantó y caminó lentamente por los alrededores del fuego…
Era septiembre, muy de mañana y de su mente brotaban innumerables recuerdos vividos durante muchos años en aquella sierra, evocando atardeceres y amaneceres vividos en numerosas jornadas de deporte de senderismo y de bicicleta
Era la última noche del otoño, y al día siguiente, al amanecer, tendría que volar a su país, Holanda. Quería aprovecharlo y pasar el día haciendo senderismo y ciclismo y contemplando las vistas de la Sierra de Gredos, donde la naturaleza, y los animales como la cabra de Gredos, el jabalí, la liebre, la codorniz, la perdiz y muchos otros, le habían proporcionado momentos de gran alegría. Una sierra que ansiaba seguir viendo, y qué con toda probabilidad, al día siguiente, lo haría por última vez.
Vio el reloj, y eran las seis y media. Pronto, pensó, en media hora a más tardar, el amanecer dará paso al fin de la noche, en la que tan poco había conseguido dormir. Se acercó a la chimenea, donde todavía había rescoldos y los movió con un gancho de hierro tratando de reavivar el fuego para calentar algo de café y hacer el desayuno.
Todavía muy de mañana, cuando Jurriaan descolgó la bicicleta y la mochila, la abrió y comprobó que tenía suficientes alimentos para pasar la jornada. Introdujo su botella de agua, su navaja y un pequeño plato metálico.
Antes de salir de casa, todavía en la semioscuridad, hizo una última y rutinaria comprobación. Después cargó su bicicleta de montaña, dio un soplido al candil y cerró la puerta. Mientras lo hacía, recordó que al día siguiente se marcharía a su país, Holanda, y probablemente tardaría en ver la Sierra de Gredos. Este pensamiento lo llevó a la idea de aprovechar el último día al máximo.
El primer sitio donde pararía, pensó, estaba a una hora de la casa en bicicleta. Mientras pedaleaba, el levantamiento del sol era un espectáculo que llenaba a los valles de vida. Además, se oía a los pájaros cantar y se olían los cerezos, los robles, los pinos, las jaras y los tomillos. Aspiró unas bocanas profundas de aire, disfrutando de los olores y aromas.
Ya en su bicicleta de montaña, tomó un arroyo seco, que en invierno estaría alimentado por algún manantial cargado de agua en la estación de lluvia, pues el estío había sido muy largo y no había llovido.
Cuando ascendía, una liebre al pie de un olivo le salió al camino de la bicicleta, huyendo y mirándolo unos segundos a la cara
Cuando ascendía por este camino y con el pensamiento de disfrutar el día, una liebre al pie de un olivo le salió al camino de la bicicleta, huyendo y mirándolo unos segundos a la cara. Unos metros más adelante encontró su nido, que era un socavón en un surco hecho con mucho arte y forrado de pajitas y pelusas.
Pedaleando llegó al mirador situado en la parte más alta del collado cuando el sol ya se mostraba con fuerza, iluminando la parte central de amarillo y los laterales de colores entre negro, malva y naranja. Pasó unos minutos contemplando el nacimiento del astro. Buscó después una piedra donde sentarse, sacó un sándwich sin dejar de mirar a la lejanía donde nacía el espectáculo y así pasó unos minutos. Después un trago de agua.
Al cabo de un tiempo, se levantó, cogió la bicicleta y se dispuso a seguir su camino hasta el siguiente mirador, cuando tuvo la impresión de que alguien lo observaba. Miro en a su alrededor pero no vio a nadie. La percepción había sido clara. Pensó en algún animal.
Como si la sierra tuviera voz, oyó en ese momento el graznido de un águila. Levantó la cabeza y vio su figura en el aire. Pudo observar las blancas plumas de su cuello y del borde de ataque de las alas, su forma de volar, e incluso cómo su cabeza se dirigía hacia ellos.
«Es un águila imperial», se dijo. Dio un giro en torno a él y se alejó.
Nuevamente, el holandés volvió a coger la bicicleta, se detuvo en el collado observando la vista, y unas perdices entrematadas levantaron el vuelo.
Después de pedalear duramente durante un par de horas más por un sendero ascendente, decidió apartarse del mismo para subir por un cortafuegos que lo llevaría hacia otro mirador que ofrecía unas vistas en las que las que la niebla tapaba de forma parcial el horizonte, pareciendo crear un espectáculo irreal.
Cuando llegó, y como consecuencia del esfuerzo realizado, se sentó en una piedra y se dedicó a mirar y a observar, levantando la cabeza cada vez más lejos, hasta llegar a la lejanía, donde quedó embriagado por la inmensidad del horizonte formado por sierras y valles, coloreados en distintos tonos de verdes creados por la gran cantidad de bosques de olivos, robles, pinos, etc., y al mismo tiempo por un océano de nubes blancas, conformando una vista de gran belleza.
Sin dejar de contemplar la Sierra de Gredos, abrió la mochila, cogió el pan, lo partió a trozos, hizo lo mismo con el queso ayudándose de la navaja, y echó un trago de agua de la botella. Mientras almorzaba, divisó un grupo de torcaces. Así estuvo unos minutos.
En un momento, algo sucedió. Jurriaan miró hacia atrás, después hacia un lado, y luego hacia otro. Sintió que alguien lo observaba.
Un zorro que cojeaba de la mano izquierda salió raudo alejándose de la escena.
Cogió de nuevo la bicicleta y dejó atrás un encinar. Mientras bajaba pedaleando, cogiendo una senda de pastores, un conejo salió disparado prácticamente de debajo de la bicicleta.
El astro rey llegaba en forma de pirámide, animando la vida, como si la campiña rechazara al incipiente otoño que se avecinaba. Habían transcurrido varias horas y el sol estaba ya alto. Decidió que era el momento de buscar un sitio donde asar la perdiz que llevaba.
Encontró una zona protegida por las ramas de un grupo de viejos olivos, encinas centenarias, mucha coscoja, otras matas y un grupo de grandes piedras que hacían el efecto de una pared que conformaban algo similar a un refugio. Limpió el suelo del mismo de hojas y de maderas secas, cogió unas piedras, las colocó en forma de círculo, y dispuso una cama de piedras en el fondo del fuego para que actuase como calentador. Recogió madera seca de los alrededores, encendió un fuego y lo avivó agitando un cartón que tenía.
Una vez quitadas las plumas a la perdiz, la limpió y le clavó un palo que la atravesó, y la puso a asar al fuego.
Estando en cuclillas, tuvo de nuevo la sensación de que alguien le está observando. Se levantó, y caminó lentamente por los alrededores del fuego. La percepción de que estaba siendo observado era clara. Se preguntó que animal podía hacer eso. Solo el lince podía observar sin dejarse ver. Un gato montés, o tal vez una jineta, o incluso un lobo.
Se alejó del fuego, donde disfrutó de otra gran vista de la sierra, no tan lejana esta vez, con menos nubes y más cercana a los bosques, pues estaba en una posición más baja.
Siguió con la ayuda de unos binoculares el recorrido de los senderos de los montes de enfrente, y con su mente pudo dibujar los hitos más importantes de esos caminos que se conocía de memoria. Volvió hacia el fuego para darle la vuelta a la perdiz, para que se hiciese por la espalda.
Seguía teniendo la sensación de que le estaban observando.
Al cabo de unos minutos cortó una de las patas de la perdiz, y dejó el restó asándose. Después, sentado en una roca y con la vista en la lejanía, empezó a comer. Siguió con la otra pata, y después con sus dos manos el cuerpo entero.
Se quedó observando cómo el sol se ocultaba hasta el final y preguntándose si él había visto al águila real, al zorro, a los buitres… o ellos lo habían visto a él
Buscó un lugar para dormir una breve siesta y con rapidez cerró los ojos. Cuando se levantó echó tierra a los rescoldos del fuego, y situó unas piedras en el centro para apagarlo de forma total. Introdujo todas sus pertenencias en la mochila, y se dirigió a la bicicleta, que lo llevaría de vuelta hasta su casa.
En ese momento volvió la cabeza con rapidez, miró entre la espesura y vio dos ojos que lo miraron, pero que no pudo identificar. Se habrá acercado al olor del asado. Un animal salvaje, tal vez una jineta o un gato montés.
De nuevo en la bicicleta, ya con el sol a su espalda, recorrió el camino para ir poco a poco acercándose hasta el primer mirador, desde donde se podía contemplar el ocaso. Retomó el camino de bajada por un sendero, siguiendo el cauce de una escorrentía que en invierno, o en casos de tormentas fuertes y prolongadas, podría convertirse en un cauce importante, y que lo llevaría a otro mirador donde podría extasiarse con otra vista diferente de la sierra. Se paraba cada poco, miraba hacia atrás y comprobaba que no había nadie que lo observaba. Trataba de descubrir entre la vegetación y entre los árboles algo que lo alertaba, que lo hacía sentirse observado.
Cuando bajaba, un grupo de jabalíes se cruzaron raudos huyendo en el camino, no sin antes parar un segundo para fijar sus ojos en Jurriaan.
Antes de pararse en el camino volvió a mirar hacia atrás y hacia un lado para comprobar si todo estaba en orden.
Un grupo de buitres negros pasaron cerca del mirador. Primero uno y después otro, originando un fuerte ruido aerodinámico, que se sumaba a sus graznidos.
Luego miró hacia atrás donde un gran macho montés situado sobre una gran roca, lo observaba altivo, fijamente y sin miedo. «La cabra de Gredos», pensó. Un animal que no se veía con frecuencia. Lo veía de forma nítida y clara. Parecía orgulloso y desafiante. Se quedó observándolo callado sin decir nada, hasta que desapareció entre la vegetación y las rocas.
Más tarde, y con el ánimo compungido por su marcha, observaba el sol de poniente con los colores del atardecer difuminados entre naranjas y negros, perfilados con la ya débil luz y contra la noche incipiente, algunas montañas y valles de la Sierra de Gredos.
Se quedó observando cómo el sol se ocultaba hasta el final, hasta anochecer, en esta su última jornada, y preguntándose si él había visto al águila real, al zorro, a los buitres… o ellos lo habían visto a él.
Ya era de noche cuando volvió a su casa.
Sabía que sus respectivas miradas se cruzaron con la suya por mucho tiempo.