El pasadizo entre las rocas era estrecho y se tenía que poner de lado para poder pasar. La débil luz que entraba disminuía gradualmente según se adentraba en la cueva. Esta se fue agrandando dando paso a una zona más ancha donde había dos plataformas de rocas. La luz de unas antorchas iluminaban la escena.
Cuando él entró, quedaron horrorizadas, y al verlo se hizo un silencio total en la cueva. Su figura, iluminada por las teas que habían colocado a la entrada, y que dibujaba su sombra sobre las rocas. Su caminar era lento, arrastraba un poco los pies y su posición un poco encorvada por la altura de las rocas.
El miedo se apodero de todas las brujas, y no sabían qué decir ni qué hacer. Las que estaban encendiendo el fuego para preparar el bebedizo se levantaron y quedaron de pie inmóviles. La que estaba en cuclillas cortando la belladona, el estramonio y los hongos para la cocción, soltó el cuchillo y se irguió al instante. La mayoría de ellas vestía una capa negra con capucha y portaba una escoba.
El cardenal observaba la escena en la plataforma de rocas de la cueva y podía ver como algunas brujas llevaban cuervos negros metidos en una jaula, otras llevaban búhos y lechuzas, y otra, un gato negro metido en una jaula de mimbre, que miraron hacia el personaje.
La más vieja, que caminaba cojeando, y apoyándose en un bastón, se acercó unos pasos hacía donde se había parado el cardenal. Observó su figura detenidamente durante unos minutos sin poder decir nada. Al cabo de unos minutos por fin arrancó le y dijo:
—¿Quién es usted y qué quiere? —Con un tono desafiante pero temeroso, pues el miedo a ser descubiertas era muy grande.
Dio un paso más hacia él, provocando que las lechuzas y los búhos giraran la cabeza para ver al cardenal, clavando su vista en él.
Éste, señaló la marmita donde estaban cociendo el bebedizo y se acercó a tocarla con la mano varias veces, causando sorpresa en las brujas. También recelaba de ellas, y dio un paso atrás, pero no podía renunciar a lo que quería y había invertido tanto tiempo y dinero. Había muchos libros escondidos y muchos panfletos de la Reforma en la cueva. Se agarró la sotana varias veces y con la mano derecha se tocó el sombrero de cardenal.
Las brujas observaban la escena, estupefactas, y llenas de horror por ver a un cardenal en la cueva que quería el brebaje que estaban haciendo. Después de unos segundos, sin embargo, la respuesta de este causó risas nerviosas y comentarios en voz baja entre todas ellas.
—Aprovecho para decir, que soy el cardenal Berthold Heinrich del Santo Oficio.
Las brujas lo miraban estupefactas cuando habló.
Pero la vieja se había percatado de que había algo raro en este hombre, pues la sotana le quedaba muy corta, asomándose por abajo los pantalones y los zapatos, y le preguntó:
—¿Dónde has robado la sotana que llevas puesta? —inquirió, dándose cuenta que no era un eclesiástico, pues no llevaba tonsura.
—Seguro que en casa de la sobrina del cardenal —intervino la bruja coja, moviendo su bastón.
—¿Quién es usted y qué quiere? —Volvió a preguntar, en un tono desafiante, la vieja, pero lleno de temor.
El cardenal dándose cuenta del temor con el que le hablaban las brujas, y que se habían dado cuenta que no era un eclesiástico, decidió decirles la verdad:
—No soy eclesiástico —dijo.
—No soy del santo oficio —continuó.
—Me escondo en estas cuevas. En otros lugares, escojo otros sitios para ocultarme —prosiguió.
La mirada de las brujas en silencio, se fue tornando en admiración creciente, observándolo con mucho detalle.
Pero una de ellas dijo, “No me gusta”. Puede ser una trampa.
Otra expreso su pensamiento de que “nos van a denunciar al tribunal del santo oficio, y nos van a torturar y quemar”.
—Que se vaya —dijeron varias brujas asustadas.
—Llevo la sotana de cardenal para ocultarme y pasar desapercibido —dijo.
—Es una buena forma de evitar problemas con el santo oficio y con el alguacil, pues nos están siguiendo a todos los que apoyamos la reforma de Lutero —siguió con su intervención.
—Aquí paso unos días hasta que el aguacil y sus hombres dejen de buscarme. Vengo cada dos o tres meses a esconderme aquí, para huir del santo oficio y de su gente —continuó.
—Quieren mis tierras y posesiones —dijo el hereje.
—Si me cogen, me van a formar un juicio —continuó—, y me van a condenar con seguridad, pero antes me van a torturar en las salas del santo oficio, para sembrar miedo entre las gentes y después voy a arder en una pira con leña.
—Necesitan el dinero para la construcción del Vaticano y las bulas papales para recaudar dinero no son suficiente —continuó.
—La sotana de cardenal me la hizo mi sobrina con unas telas que tenía, pero me queda corta. Hay mucha gente que no se da cuenta y paso desapercibido —dijo.
Algunas brujas empezaban a reírse.
—No sé si es el cardenal del santo oficio o no, el que dirige la caza de brujas, pero me da miedo —volvió a intervenir la vieja, alejándose del grupo con su bastón.
—Solo quiere el brebaje y esconderse —terció en su defensa una bruja joven.
—Pero nos puede delatar, trayendo al alguacil hasta aquí —reiteró su oposición la vieja.
—Además no tiene escoba —arguyó nuevamente la coja, apoyándose en el bastón.
—Es verdad —dijo una bruja joven—, pero yo la compartiré con él. Lo pasará bien con nosotras y nos divertiremos. Además, nos puede ayudar a matar a los cuervos —a lo que el cardenal asintió complacido, moviendo su cuerpo hacia ambos lados.
—Mañana al alba, no se acordará de nada, y lo andarán buscando por ser hereje, y vamos a tener problemas muy serios si el santo oficio nos localiza —advirtió la coja nuevamente señalándolo con el bastón.
Mientras estaban en estas circunstancias, una de ellas vio como una sombra se proyectaba en el techo de la bóveda de entrada y se deslizaba por el sendero de entrada. Era un hombre. Pasaron unos segundos de silencio total. Luego apareció la de una cabra con largos cuernos, y detrás la de varias cabritillas.
El pánico se apoderó de nuevo de todas las brujas y del cardenal, quedando mudos. La que estaba moviendo la marmita se levantó en el acto y la que estaba partiendo los hongos dejó de cortar y se le cayó el cuchillo al suelo. Las que estaban alrededor del fuego también se pusieron de píe. Se hizo un silencio total. Ninguna se atrevió a hacer nada.
Pasaron unos segundos en los que todos quedaron paralizados.
Las cabras miraban al fuego con fijeza y las brujas se quedaron boquiabiertas al ver el gran macho cabrío.
La cabra entonces miró al gato. Este maulló y le enseñó los dientes con fiereza y con los ojos encendidos, y ésta como respuesta embistió la jaula, haciéndola rodar por los suelos. La aldaba de la cesta se abrió y el minino salió corriendo, pasando entre las patas de las cabritillas, que a su vez se dispersaron de forma alocada. Después inició una breve persecución detrás del gato hasta que el felino huyó. La cabra trepó a un pequeño alto rocoso y contempló la escena del fuego desde allí.
Se produjeron escenas de gran movimiento, estruendo, y confusión. Las brujas absortas con la demostración de poderío del macho cabrío, y con la persecución, quedaron extasiadas mirando los cuernos del gran macho.
Mientras tanto, la joven se acercó a la marmita con un recipiente y se lo ofreció al cabrero, ayudándolo a beber.
Este, con una cuerda ató al animal, tiró de él, e inició el camino de salida de la cueva sin comprender nada de lo que estaba viendo.
Pero las brujas no estaban dispuestas a que se marchara con su gran cabra, y antes de que el hombre se fuera, se levantaron varias con rapidez, lo rodearon y lo obligaron a quedarse. El cabrero, a pesar de su desconfianza, lo hizo, y fue a sentarse junto a ella, pero antes, ató a la cabra y a las cabritillas.
—Tienes una gran cabra —Le dijo, mostrando su admiración.
—Es un macho, solo sirve para comer y para cubrir a las cabritillas —respondió el cabrero—, lleva conmigo toda su vida.
El cardenal mientras tanto miraba con recelo a las cabras, caminó unos pasos, para acercarse al fuego con el resto, y se sentó en el suelo, lejos de los animales.
En ese momento, un tercer personaje se asomó por el camino de entrada, proyectando su sombra entre las rocas de entrada de la cueva, dando un nuevo susto tremendo a las brujas y dejando a todos los presentes sin habla.
Era un hombre, que quedó estupefacto viendo lo que tenía ante él. Unas brujas, un cardenal, unas cabras y un cabrero. Quedó inmóvil. La visión del cardenal lo paralizó, parecía del santo oficio.
El cardenal y el cabrero lo observaron con mucho detenimiento, pero sin decir nada. Quedaron en silencio.
—¿Quién es usted y qué quiere? —dijo la bruja vieja, con un gran temor, pues el miedo a ser descubiertas era muy grande.
El hombre no dijo nada y observaba la plataforma donde estaban las brujas, el cardenal y el cabrero. También miraba a la marmita y de reojo a las cabras. No podía creer lo que veía.
Quedo en silencio. Estupefacto.
Después de medio minuto dijo: soy el carretero de la ruta de la sal a Hamburgo.
—No hago nada malo —volvió a decir.
Después preguntó que quienes eran ellos.
—¿Que hacéis aquí? —repitió.
Las brujas se dieron cuenta de que no era peligroso para ellas, y decidieron continuar con la fiesta.
—La de más edad dijo que era necesario un augurio del averno, para que los tres visitantes pudieran quedarse a la fiesta.
—Hagamos un ritual, para ver si este es favorable a que se queden o a que se vayan, zanjó la discusión la mayor.
Tres de ellas cogieron cuervos y los sacaron de las jaulas en medio de un ensordecedor ruido de graznidos y aleteos, los cogieron por las alas, les colocaron un capuchón de cuero en la cabeza para inmovilizarlos, y les giraron ésta, rompiéndoles el cuello y cortándoselo con un cuchillo, recogieron la sangre en un recipiente.
Después los tiraron hacia las rocas, aleteando todavía, y descabezados, volaron hasta estrellarse con las paredes de la cueva y caer al suelo definitivamente.
A la sangre de los cuervos, que pusieron en un recipiente, le añadieron estramonio y belladona y lo pusieron al fuego. Se reunieron todas en círculo en torno a la hoguera pronunciando una invocación al señor del fuego y del averno, príncipe de los íncubos y súcubos. Después, la bruja vieja metió la mano en el recipiente y salpicó a un búho y a una lechuza. Estos ulularon dos veces, lo que fue considerado como un augurio favorable a que se quedaran en el aquelarre.
Abrieron las jaulas de las lechuzas y las dejaron escapar, volando unos minutos en varias direcciones hasta que se pararon sobre unos salientes de roca formando un triángulo esotérico al lado de la gran cabra, y allí se quedaron.
Esta situación de las lechuzas, a ambos lados del gran macho cabrío, era el mensaje que esperaban. El cardenal, el cabrero y el carretero, podían quedarse, lo que causó gran alegría y alborozo entre todas.
Éstos, al conocer la noticia se alegraron y se pusieron a dar vueltas, alrededor del fuego donde estaba la marmita.
Algunas brujas se reían de ellos, y otras seguían con los preparativos del bebedizo.
—Me quieren matar por vender y difundir libros de Lutero y de la reforma.
—Hay un índice de libros prohibidos por el santo oficio, y es un delito grave tanto el leerlos, como el venderlos, o el distribuirlos, y yo los leo, los vendo y los distribuyo. Mis amigos de las imprentas me los confeccionan —dijo el cardenal.
—Con la imprenta tenemos garantizada la difusión y el poder de los herejes. Que somos muchos los que estamos en contra de los abusos del Papa y de la Iglesia, y se disparará el conocimiento real de la Reforma —prosiguió el hereje.
—Lutero utiliza la imprenta para transmitir sus libros y panfletos —dijo el cardenal—, y hay muchas personas que valiéndose de trucos los distribuyen y los venden.
Las brujas escuchaban con mucha atención y en silencio.
—Los tipógrafos son amigos nuestros, son amigos de la reforma —continuó—, y se muestran rápidos con trabajos que interesa publicar, y se demoran y llenan de erratas otros de nuestros enemigos, como los libros de santos o de la Iglesia —continuó.
Cuando el carretero vio que estaban hablando en serio, dijo, que él iba de un sitio a otro sin levantar sospechas y que transportaba muchos libros de la reforma y de Lutero.
—Niego los sacramentos y cualquier cosa que venga de la Iglesia —continuo.
Las brujas, el cardenal, el cabreo y el carretero, se sentaron alrededor del fuego.
—Yo hago algo parecido —dijo el cabrero
—¿Y vosotras qué hacéis aquí en esta cueva? ¿Qué preparáis en esa marmita? —preguntó.
—Es un brebaje que nos permite ponernos en contacto con el maléfico.
Unos minutos después, el brebaje se terminó de cocer. Se levantaron y pasaron cada una con su recipiente por la marmita. Después se pusieron en círculo, bebieron, y empezaron los cánticos en honor al dios del infierno y a todos sus íncubos y súcubos.
Según el bebedizo iba haciendo su efecto, las brujas se fueron quitando ropa. Volvieron a pasar en círculo alrededor de la marmita y a beber del brebaje. Nuevamente entonaron cánticos en honor de su dios Satán, para al cabo de unos minutos volver a beber.
Después se pusieron en círculo, bebieron, y empezaron los cánticos en honor al dios del infierno
Después de haber bebido varias veces y reunidas en torno al fuego, la bruja mayor dijo que había llegado el momento de que cada una hiciese un pacto con el diablo, pero que antes había que hacer una ofrenda de comida a la gran cabra.
—¡Diablo de berraco! —exclamó la coja, entre divertida y excitada, al ver a la gran cabra, y decidió coger una escoba e invitar al cabrero a montar.
Una vez terminados los conjuros, y ya con la marmita casi vacía, las brujas empezaron a quitarse parte de la ropa. El cardenal se quitó la sotana y se quedó con un pijama blanco completo, el cabrero con su zamarra hecha de girones de piel de cordero, y el carretero invitaron a las brujas a cabalgar, y así estuvieron.
Toda la noche sobre la bóveda de la cueva, el fuego de las teas proyectaba las figuras de las brujas, y de los herejes montados en sus escobas y cabalgando por la cueva, diciendo:
—Por Dios, por Dios, por Dios —decía una de ellas.
—Por los íncubos y súcubos de los infiernos —decía otra.
—Por Lucifer, príncipe de los avernos —decían todas, y se reían.
Y montadas en sus escobas, invitaban a dar una vuelta al cardenal, al cabrero y al carretero.
—Por las bulas papales y las indulgencias —decía un hereje.
—Por nosotros, los herejes —decía el cardenal.
—Por nosotros, los herejes —decían el carretero y el cabrero.
—Por los demonios que habitan en los avernos —decían las brujas.
—Por el príncipe de los fuegos eternos, el gran Lucifer —decía la bruja joven.
—Por el gran dios de las tinieblas, y de la oscuridad —decían las brujas.
—Por los que castigan a los pecadores.
—Por los fornicadores.
—Por los que roban y matan en nombre de Dios, etc.
El fuego de las teas proyectaba las figuras de las brujas y de los herejes montados en sus escobas.
Poco a poco fueron entrando en calor y se iban quitando la ropa, y empezaron a copular entre ellos y riéndose decían:
—Por el santo bautismo —decían las brujas, montadas en sus escobas dando vueltas alrededor del fuego, riéndose y continuando:
—Por el bautismo —decían todos.
—Por el Papa que lo queremos tanto.
—Por los cardenales.
—Por los obispos.
—Por los clérigos y los coadjutores que viven sin hacer nada.
—La iglesia siempre ha vivido sin hacer nada —decía el carretero.
—Así es —decía el cabrero.
El cardenal también decía “ por nosotros “
—Por todos los herejes del mundo —decía del carretero que tenía una visión amplia del mundo.
—Que se acaben las bulas papales —decía el cardenal.
—Que nos dejen en paz —y se reía, y reía, la vieja, y se la veía feliz y contenta.
—Hay que negar la autoridad al Papa —decía el cabrero.
—Por la venta de indulgencias —volvía a decir.
—Por la acumulación de bienes materiales —decía el cardenal.
Toda la noche divirtiéndose, riéndose y copulando, y maldiciendo a la Iglesia Católica.
Una orgia de sexo, de brebajes y anticatólica.
Al día siguiente, al alba, y después de una noche de orgía, las brujas se habían marchado, y cuando los herejes se despertaron, estaba ya solos en la gruta. Se echaron las manos a la cabeza como si quisiera mitigar el dolor de cabeza que sentían. Solo quedaban las jaulas de las lechuzas y del gato. Se vistieron y salieron. La luz del día los cegaba. De repente, volvieron a entrar de nuevo en la cueva, cogieron la sotana y el sombrero que le habían hecho, y cuando se marchaba, se dio cuenta que las brujas se habían olvidado sus escobas. Tendría que esperar hasta la noche del siguiente solsticio del año para darles la escobas.
Era el año de 1540, cerca de Lunenburgo en la ruta de la sal.
Ángel Villazón Trabanco es ingeniero, escritor y periodista cultural y te brinda la posibilidad de leer algunos de sus libros:
- Goces y sufrimientos en medievo
- Los tacos de huitlacoche
- Los enanos
- El sueño de un marino cántabro y el sueño de un orfebre andalusí
- Senderos de Libertad
También puedes leer otros artículos y relatos suyos en esta misma página web: www.angelvillazon.com
Ángel Villazón Trabanco
Ingeniero Industrial
Doctor en Dirección y Administración de Empresas
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