Eran las seis de la mañana y la niebla era densa. Las intensas lluvias de finales de invierno no habían cesado y habían sido especialmente intensas los días anteriores. La nieve se fundiría en los altos de las montañas y daría lugar a numerosas escorrentías, que junto con el agua que pronto fluiría de los manantiales y acuíferos, provocaría que estas aguas se sumaran y originaran el río que alimentaba a una gran poza que a su vez daba lugar a una torrentera.
Rafael fue el primero en llegar. Encendió un pequeño fuego sobre el piso de una casa abandonada y derruida que solo tenía paredes, para preparar un café. Por un momento pensó que a su amiga Almudena le sería más fácil orientarse con el fuego, pero se dio cuenta de que no se veía a escasos dos metros.
Preparó el café, y mientras se lo bebía, pensó en lo que el agua transportaría. Se preguntaba si en esta ocasión tendría la oportunidad de encontrar algunas monedas que le faltaban para poder explicar toda la historia de la Sierra de Andújar, desde la época de los romanos, a través de restos que transportaba el agua.
Mientras esperaba, sacó de su mochila unos trozos de ánforas que quería enseñarle a su amiga.
Al cabo de unos minutos apareció Almudena y después de saludar con afecto a su amigo, se acercó al fuego encendido, se frotó las manos para calentárselas y cogió la taza de café que le pasó su amigo.
—Vaya niebla, pensé que no iba encontrar el paraje —dijo mientras se quitaba la mochila de la espalda y la ponía al lado de la de su amigo.
—Lo mismo me pasó a mí, pero además, me metí en un lodazal al lado del arroyo —dijo Rafael—. Por lo menos las paredes de esta casa sirven de cierta protección.
Después de terminar el café, Rafael le enseñó los trozos de ánforas que llevaba. Almudena le mostró algunas monedas, diciéndole que luego se las enseñaría con una lupa. Apagaron el fuego, metieron sus tazas de café en sus mochilas, se miraron, y dándose ánimos se levantaron apoyándose con sus garrotas. Tratando de orientarse, buscaron la vereda que discurría entre las encinas y chaparros, que apenas se adivinaban en la niebla.
Caminaban despacio a través de la espesa niebla. Siguieron el cauce del arroyo y lo que adivinaban era un sendero que los llevaría hasta la gran poza donde descargaba la torrentera.
—Espero que con la crecida del río y las grandes lluvias podamos encontrar nuevas piezas —dijo Almudena.
—Los acuíferos están a punto de rebosar y eso siempre es una buena noticia para nosotros —Le comentó Rafael.
—A ver qué nos depara la historia esta vez —dijo Almudena.
El agua es como un testigo del tiempo. Nos trae testimonios del pasado
—Más bien a ver qué nos depara el agua —dijo Rafael—. El agua es como un testigo del tiempo. Nos trae testimonios del pasado —volvió a decir—. También el aire es un testigo del pasado, pero con frecuencia oculta lo sucedido en el pasado.
—Ambos son viajeros del tiempo —volvió a decir Rafael.
—Así es.
Las piezas buscadas aparecían con más frecuencia en la época del deshielo, o cuando había habido tormenta la noche anterior, y el río llevaba más fuerza.
Mientras ascendían por una vereda al lado del río, ya caminaban con la mirada puesta en el lodo del camino, buscando monedas o trozos de cerámica o ánforas que las fuerzas del agua pudieran haber transportado. Cruzaron numerosos arroyos y escorrentías y también zonas anegadas. Había agua por todas partes y en otros momentos seguían el cauce de pequeños arroyos que se formaban en esta estación y también en tormentas. Después de casi cuatro horas de caminar y al pasar un collado, divisaron la torrentera.
Rafael le comentó a Almudena que por la sierra de Andújar, pasaron caravanas que transportaban mercancías y que en ocasiones eran asaltadas, que también hubo guerras, y que como consecuencia, quedaron diseminados numerosos restos que el polvo y el lodo taparon y que el agua iba arrastrando primero por cauces superficiales, después por cauces subterráneos, hasta llegar de nuevo a la superficie y ser transportadas por algún río aguas abajo, y en este caso hasta llegar a la torrentera y después a la poza.
Se quedaron contemplando el fluir del agua y oyendo el ruido durante unos minutos. Se acercaron a la poza, descansaron unos minutos sentándose en unas piedras, sacaron de sus mochilas unos bocadillos y en silencio se los comieron. Ninguno de los dos dijo nada. Estaban cansados pero expectantes por lo que pudieran encontrar.
La fuerza del agua, es la fuerza de la historia, la fuerza del viento, que puede sepultar testimonios y el agua los descubre de nuevo
La torrentera bajaba con un gran caudal. «La fuerza del agua, es la fuerza de la historia, la fuerza del viento, que puede sepultar testimonios y el agua los descubre de nuevo» pensaba Rafael.
Almudena sacó unas monedas de la mochila y se las enseñó a su amigo, le pasó una lupa para que pudiese ver la iconográfica y las leyendas, y después Rafael se acercó a la poza, metió un brazo y lo sacó rápidamente
—¿Cómo está el agua? —Le preguntó Almudena.
—Pruébala tú —Le dijo Rafael, y se rio.
Decidió ponerse un pantalón y un chaleco de neopreno. Sacó sus gafas de submarinismo, se zambulló, y ya dentro del agua pudo ver como Almudena lo miraba con estupefacción, y lo aplaudía por su decisión, pues sabía que el agua estaba muy fría. Se sumergió y nadó por la poza a modo de inspección. También sacó algunos objetos metálicos y trozos de cerámica que recogió del fondo, los dejó en una zona de la orilla y de nuevo se sumergió cerca del chorro de agua.
Almudena también se decidió a desafiar al agua. Se puso el traje de neopreno, trasladó sus utensilios de madera y de mimbre a una explanada de arena cerca de la orilla, y empezó a trabajar. Con una pala recogía lodo que echaba sobre un cedazo, que después llevaba al chorro de agua para dejar en el cedazo solo los objetos y partes más grandes. Después y con gran rapidez, desechaba las piedras y restos que no tenían interés, repitiendo esta operación con diferentes útiles hasta que encontraba algo de valor.
Así estuvieron trabajando en silencio. Rafael buscando trozos de cerámica, y su amiga monedas.
En un momento de descanso, Almudena comentó que las monedas eran pequeñas, pero que en proporción pesaban más que la cerámica, y por eso había que buscarlas a mayor profundidad en el fango, mientras que los trozos de las ánforas aparecían más cerca de la superficie.
Mientras realizaba estas operaciones, Rafael consiguió un trozo metálico cuadrado que podía ser una moneda. En ocasiones, encontraba algo que pudiera tener valor numismático, o partes metálicas, y se las pasaba a Almudena, para que las introdujera en un pequeña saquita de piel que tenía colgada al cinto. Almudena movía el nudo corredizo de la saca, la abría, e introducía en ella la pieza que había encontrado. Lo mismo hacía Rafael.
Descansaban unos minutos y seguían con las inmersiones.
Cuando salieron, después de unas horas en la poza, se sentaron, hicieron un fuego, asaron algo, y comenzaron a hablar sobre la historia de las ánforas.
Rafael fue a la mochila y sacó varios trozos de ánforas que había recuperado algunos años atrás:
—Mira este trozo, corresponde a la parte inferior de un ánfora, termina en forma de cono. Lo encontré cerca del puente romano sobre el río Jándula. Andújar era un lugar de construcción de ánforas.
—¿Y por qué hacían las ánforas con esa punta en la base? —preguntó Almudena.
—Cuando las transportaban en barco o en bodegas, las clavaban en arena. También las colocaban sobre peanas —Le contestó el alfarero.
—¿También en el fondo de los barcos había arena? —preguntó Almudena sorprendida.
—Pues sí, era la forma habitual de transportarlas —dijo Rafael.
»Las ánforas eran cerradas con tapaderas de madera, que se sellaban con cal y sobre las que se inscribían los datos de los mercaderes. Los datos de los productos contenidos y de las distribuciones se colocaban en la zona alta de la panza y el cuello a modo de etiqueta, donde también se marcaba el lugar de origen, el tipo de producto, la calidad y la fecha —Le dijo Rafael.
»A través de hallazgos de trozos de estas se pueden saber muchas cosas —Le comento Rafael—. Más incluso que con las monedas. Además el estudio detallado de sus tipos y de sus formas y sobre todo de sus marcas y rótulos ha proporcionado datos valiosos que han venido a enriquecer los conocimientos que teníamos sobre el comercio en la antigüedad —prosiguió
—¿Y cuándo aparecen las ánforas? —Le preguntó Almudena, ya interesada por ellas.
—Parece ser que aparecen por primera vez en las costas del Líbano y Siria durante el siglo XV antes de Cristo y después se extienden por todo el mundo.
Hizo una pausa y continuó.
—Fueron empleadas primero por los egeos y más tarde por los antiguos griegos y romanos como principal medio de transporte y almacenamiento de la uva, el vino, las aceitunas, el aceite de oliva y las salazones —Le explicó Rafael, contento de ver interesada a su amiga.
»Se fabricaban a gran escala en los tiempos de la antigua Grecia y su uso fue común en todo el Mediterráneo hasta el siglo VII, cuando fueron sustituidas por recipientes de madera y piel —continuó diciendo.
»Anteriores a las ánforas griegas, se encuentran las de origen minoico y cretomicénico, que en un inicio eran imitaciones de las egipcias, y que adquirían gran originalidad con el tiempo.
»Los primeros tipos griegos —continuó el alfarero—, presentaban un perfil continuo, mientras que las ánforas más evolucionadas y las romanas, presentaban claramente diferenciadas la parte alta, el borde donde iba alojada la tapa, el cuello y la boca, del resto del cuerpo y del pie. Las ánforas con panza fusiforme, eran muy utilizadas para los vinos, tenían cuello ancho y alargado, y panza o cuerpo esbelto. Llegaban a medir hasta metro y medio, y tenían una capacidad de 39 litros.
—¿Qué forma tenían las que se empleaban para el transporte de salazones? —Le preguntó Almudena.
—Tenían la panza de forma ovoide, de pera, o cilíndrica.
»La industria conservera tenía tradición en la península ibérica. Con Cádiz a la cabeza, fueron famosas en la costa atlántica y mediterránea, por los centros pesqueros y conserveros de Ibiza, Jávea, Calpe, Cartagena y Málaga.
—¿Y por qué desaparecieron? —preguntó su amiga.
—Cuando los romanos conquistaron la Galia, vieron como los galos transportaban la cerveza en barriles de madera de roble, que se manejaban con más facilidad que las ánforas. Además comprobaron que los vinos enviados a grandes distancias mejoraban.
—O sea que fueron sustituidas por los toneles —dijo Almudena, satisfecha de lo que había aprendido.
—Y tu Almudena, ¿qué testimonios de la historia me cuentas a través de las monedas?
—Te voy a enseñar algunas monedas —Le dijo a Rafael.
—Te voy a enseñar una moneda que es de forma cuadrada —Le dijo Almudena buscando en la mochila—. Mira. Es una moneda cuadrada de plata que imitaba al dírham almohade y era conocida entre los cristianos como millarés. Se encuentran muchas porque fue acuñada en muchas cecas de la península ibérica.
»Por esta zona hay también monedas de los romanos, de los árabes y también de los almohades y almóravides. Aguas abajo del puente romano sobre el río Jándula que tú mencionaste, también se han encontrado sestercios. Muchos eran transportados por las avenidas de agua después de tormentas fuertes.
También a través de las monedas se pueden conocer muchos aspectos de la historia
»También a través de las monedas se pueden conocer muchos aspectos de la historia. En su revés y en su anverso, traían una leyenda política o religiosa y a través de estas se puede ver su origen e incluso saber en qué ceca y en qué fecha fueron acuñadas.
»Las monedas dan testimonio del comercio, de la minería, etc. En épocas de florecimiento se acuñaban más —decía Almudena.
»Además —continuaba—, en esta zona tuvo lugar la batalla de las Navas de Tolosa y Sierra Morena, y esta zona se convierte en Marca entre los cristianos y los musulmanes, por lo que hay numerosos testimonios numismáticos.
»Se han encontrado monedas romanas falsas de los primeros siglos después de Cristo —decía su amiga.
—¡O sea que también se dedicaban a la falsificación! —exclamó Rafael.
—En esta moneda del emirato de Córdoba puedes ver las leyendas que llevaban tanto en el anverso como en el reverso, que decían: “No hay dios sino Allah solo. No tiene igual”.
»En el mundo musulmán había tres monedas, el dinar, el dírham y el felús. El dinar era de oro, y se inspiraba en la moneda del emperador bizantino Heraclio. El dírham era de plata y valía la décima parte del dinar. El felús se acuñaba de cobre —continuaba.
Río abajo se formaban pozas donde se pueden encontrar lo que aparentemente son piedras, pero en realidad son los restos que permitirían reencontrarse con la Historia del lugar, con lo que buscaban: la Historia.
—¿Qué es lo que puedes ver en esa pieza o en ese trozo de ánfora? —Le preguntó Rafael a Almudena.
La fuerza de la lluvia, la fuerza del agua, es la fuerza de la historia. El viento tapa restos y vestigios de civilizaciones y el agua a veces torrencial, los descubre y los transporta muy lejos.