Estaba atardeciendo, el cielo estaba muy cubierto, hacía un frío intenso y amenazaba lluvia, o quizás la primera nevada de la temporada. En el castillo y desde uno de los torreones el Monarca Abaigar, junto con su consejero Unai, observaban en la lejanía como el conde Beltso se dirigía a cruzar el puente del río con sus huestes casi intactas, y con un buen número de prisioneros hechos en las escaramuzas que había realizado.
Volvía triunfante por tercera vez, después de haber conquistado muchas tierras, unas salinas que dejarían mucho dinero para las arcas de la Iglesia, y unas minas de oro que abastecerían el tesoro real.
El Rey pudo ver como el conde, en vez de dirigirse al castillo, para cumplimentarlo como las dos veces anteriores, acudía a la plaza de la catedral, donde el obispo Benedito lo esperaba para bendecir a los caballeros, que primero a caballo, rindieron honores ante él, y después a pie, besaron un santoral de la iglesia.
En el sermón que dirigió el prelado al victorioso ejército, habló de su lealtad y su fidelidad para con Dios y con sus representantes por encima de todas las cosas.
Después de mostrar obediencia a la Iglesia, el conde y sus tres capitanes, se dirigieron a la real fortaleza donde el rey Abaigar los estaba esperando. Un pequeño séquito de cortesanos los felicitó y elogiaron de forma efusiva, mientras los encargados de las caballerizas se hacían cargo de sus monturas.
El consejero del rey, cuando se encontró con el conde victorioso, lo abrazó muy afectuoso y lo mismo hizo con sus capitanes. A los cuatro los distinguió con deferencia regalándoles una túnica de color púrpura con brocados de oro con la enseña del Reino de Navarra.
Un lugarteniente invitó después al conde a que lo acompañara, y juntos subieron las escaleras que conducían al castillo, mientras los capitanes permanecían abajo conversando con los cortesanos del rey, sobre la campaña que habían llevado a cabo.
En el puente levadizo de entrada al patio del castillo, dos ayudantes del rey salieron a recibirlo con gran respeto y con gestos y comentarios elogiosos por su esforzada acción.
Uno de los ayudantes pidió al conde que se quitara el cuchillo que tenía atado a una pierna, al tiempo que un sirviente lo recogía en un cojín de color morado cosido con hilos de oro.
—Es el protocolo —Le dice—, será guardado mientras se celebra la recepción —al mismo tiempo que elogiaba la confección de oro de la empuñadura del mismo, y las incrustaciones de piedras preciosas.
—Es de un gran valor —comentó el ayudante del rey—. Os habrá costado mucho dinero.
—El conde contestó que era un regalo de una persona muy valiosa y muy querida por él.
—Quien os lo obsequió os debe de tener en mucho aprecio —dijo, interesándose por una leyenda inscrita en oro que decía “Fidelidad”.
Después de mostrar obediencia a la Iglesia, el conde y sus tres capitanes, se dirigieron a la real fortaleza donde el rey Abaigar los estaba esperando.
Posteriormente, fue conducido a través de las dependencias del castillo, hasta llegar a la sala capitular, donde el monarca sentado ante un gran fuego de una chimenea que caldeaba la atmósfera, decorada con gruesas alfombras que hacían la estancia muy confortable, lo esperaba, y al sentirlo llegar, se levantó y se dirigió a su encuentro, fundiéndose en un gran abrazo con él.
—Es la tercera vez que vuelves victorioso, todos en el reino estamos orgullosos de ti —Le dijo, mirándolo a la cara, mientras con sus brazos sostenía los antebrazos del conde, mostrándole cercanía y afabilidad.
Cogió dos copas de vino, le alargó una, y brindaron por su hazaña. De nuevo se escanció otra botella y el rey volvió a brindar por la salud de su invitado.
El monarca invitó al conde a sentarse a su izquierda, en torno a una mesa baja, y mientras bebían y brindaban, conversaban sobre las hazañas realizadas y mirando fijamente a la cara del conde le dijo con admiración y alegría:
—Conocemos la preocupación del obispo por aumentar las huestes de la cristiandad —dijo.
El conde no pronunció palabra, quedó en silencio.
Abaigar, el rey, mandó a un sirviente que trajera un arca llena de monedas de oro, y le preguntó si lo consideraba suficiente recompensa para pagar su esfuerzo y los logros conseguidos. Después la puso encima de la mesa.
—El Conde respondió que luchaba por su honor, no por dinero.
El Monarca entonces se levantó, y dirigiéndose a la ventana, desde donde contemplaba el atardecer, comentó que el río pasaba con poca agua. Después se dirigió de nuevo al conde, y en un gesto de despedida le dijo:
—Vuestro honor y el orgullo que habéis demostrado, os llevarán muy lejos.
Cuando éste ya abandonaba la recepción, el rey miró a la mesa. El arca seguía en su sitio.
Un sirviente acompañó al conde al patio del castillo, donde otro asistente acudió sosteniendo en un cojín la daga de oro para devolvérsela.
Cuando se abría el portón levadizo, rápidamente, uno de los sirvientes lo inmovilizó con un movimiento preciso e inesperado, y le asestó varias puñaladas mortales. Al cuerpo todavía con vida, lo desnudaron, lo degollaron, y lo rodearon con una túnica de color púrpura. A la cabeza, le sacaron los ojos, y todavía con vida, lo arrojaron por las escaleras del castillo.
Cuando los capitanes, que esperaban abajo, vieron un cuerpo bajar dando tumbos, se acercaron hasta el lugar donde se detuvo el cadáver, le dieron la vuelta, le quitaron la túnica y dando un grito de espanto, vieron su daga blanca clavada en su pecho, y comprendieron su destino.
Desde los torreones del castillo, tres arqueros reales, abatieron con flechas a los tres capitanes, y con movimientos rápidos y precisos les arrancaron los ojos, todavía con vida, y les dejaron solo las cuencas.
El obispo se agachó para abrirla y dentro vio la cabeza del conde, una bandeja que contenía la daga con el mango de oro.
Al poco tiempo, un grupo de niños bailando, cantando y arrojando muchos pétalos de flores que llevaban en cestos de mimbre, se dirigió a la plaza de la catedral y del palacio episcopal, llamando la atención de la gente.
Una de las niñas que llevaba un pequeño arcón, llamó a la puerta del palacio y pidió que saliera el obispo, pues le tenía que entregar una caja de oro y plata.
Cuando éste salió, le mostró el presente, y después lo dejó en el suelo, a sus pies para que la multitud congregada lo pudiera ver. El obispo se agachó para abrirla y dentro vio la cabeza del conde, una bandeja que contenía la daga con el mango de oro, los ojos de los tres capitanes y el conde, un puñado de sal y unas pepitas de oro.
La gente se arremolinaba ante el espectáculo. El obispo, comprendió con rapidez el mensaje y entró en su palacio.
Mientras tanto, desde un torreón del castillo y casi al anochecer, el rey Abaigar observaba por poniente ya casi en la oscuridad de la noche, como un hombre a caballo abandonaba la ciudad y trataba de cruzar el río.
Ángel Villazón Trabanco es ingeniero, escritor y periodista cultural y te brinda la posibilidad de leer algunos de sus libros:
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Ángel Villazón Trabanco
Ingeniero Industrial
Doctor en Dirección y Administración de Empresas
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