En octubre de 1349, en Bizancio, había una gran preocupación por la peste que estaba diezmando a la población de todas las ciudades de Asia, África y Europa. En el puerto, Bohemundo, delgado y con semblante preocupado, pasaba caminando una y otra vez, delante de la galera que lo conduciría hasta el puerto de Roma. Hacía poco tiempo que había llegado con la caravana que transportaba mercaderías de China, y observaba e inspeccionaba con detenimiento todo lo que pasaba en el puerto. Comprobaba que todo estuviera en orden y bien estibado.
Se preguntaba si el barco resistiría las tormentas y las lluvias torrenciales que todos los años se producían en el Mediterráneo cuando finalizaba el verano y se iniciaba el otoño. Una y otra vez, se dirigía hasta los barracones situados detrás del muelle donde los ciento cincuenta galeotes que iban a remar hacían su vida, a ver si había síntomas de peste. Al cabo de un tiempo volvía con los mercaderes de su caravana, cansados ya por la espera en el puerto.
Los cerca de cuarenta metros de eslora de la embarcación, los dos palos y los remeros, no le garantizaban su seguridad ni las de mercaderías que llevaba, por lo que iba inquieto al castillete de proa donde tendría su propio acomodo y después al de popa, donde se alojaría la marinería y la tripulación. Deseaba llegar a su casa cuanto antes después del viaje de cuatro años comprando mercaderías en China.
La suave temperatura y el agradable viento que movía las palmeras, hizo que su mente volara hasta su ciudad natal, cuatro años antes, donde sus amigos, el duque de Alpulia y el conde Roberto Guiscardo, le habían despedido. Seguirían organizando las mismas fiestas en las que se había divertido tanto, y se preguntaba si el eunuco seguiría a las órdenes del duque. La preocupación se dibujó en su cara al pensar en la posibilidad de que la peste los hubiese afectado.
Al día siguiente, el barco iniciaría la travesía que los conduciría hasta Roma y su pensamiento volvió a la febril actividad del puerto, con multitud de carros tirados por mulas, caballos y camellos que transportaban carga, hombres que voceaban para mover a sus animales y personas que portaban bultos.
Junto con otros pasajeros llegaron tres eclesiásticos con sus sobrinos, que ocuparon sus sitios en la proa. Uno de ellos llevaba un fajín morado y una gran cruz de oro que hacía sospechar que era un obispo. Ocuparon sus sitios en la parte de proa junto con otros viajeros. También otros dos rabinos de larga barba, sayones negros, enjutos y altos, se acomodaron cerca de la proa en silencio. También los judíos rezaban tres veces al día, pidiéndole a Dios que los salvara rezando de pie y mirando a Jerusalén.
Otros pasajeros se acomodaban en las zonas que podían, dispersos a lo largo del barco y sin hablar con nadie. El ambiente que reinaba antes de la salida, era de mucho miedo y de una gran angustia pues a los peligros de la navegación en esta época del año por el Mediterráneo, se unía la situación pestífera, en la que nuevos brotes de la enfermedad causaban estragos y hacían temer a todos por un desenlace fatal.
Una vez iniciada la navegación, la primera semana, todo fue bien. El viento y el trabajo de los remeros parecían indicar que se llegaría a destino en los plazos previstos, pero a lo lejos se veía una gran oscuridad en el cielo, y poco a poco el mar comenzó a levantarse y a agitarse, y una gran tormenta se cernió sobre la galera a la altura de Patras, con mucha lluvia y rachas de viento casi huracanado que derribaban enseres y víveres, y con olas que saltaban sobre la cubierta.
El obispo y los dos eclesiásticos estaban aterrorizados y muy juntos y junto con los niños, rezaban y rezaban, desgranando un rosario tras otro, y después unas jaculatorias y unos rezos que decían:
—Por Dios, por Dios, que somos hombres de la Iglesia —decía el obispo y el otro eclesiástico contestaba—, que somos hombres de Dios, no nos merecemos esto.
—Ten piedad de nosotros, ten piedad, por favor señor, oye nuestra plegaria.
—Que somos católicos.
—Que no somos paganos —continuaban los prelados.
—Que somos de tu gente, de tu gres —decían.
—Que somos de los tuyos, ten piedad de nosotros.
Y así iban rezando muertos de miedo y de angustia.
Los dos rabinos también rezaban sus oraciones de la mañana, de la tarde y de la noche, recitando las bendiciones de pie con los pies firmemente juntos, y mirando a Jerusalén, pero cuando empezó la tormenta por el gran movimiento del barco y por el viento, permanecían tumbados en el barco. Empezaban con el Shajarit, al amanecer, el Minjá por la tarde, y el Arvit al anochecer.
El resto de los pasajeros observaban con mucho temor todo lo que sucedía en el barco cuyo balanceo era muy grande. El viento lo hacía ingobernable y en medio de la tormenta todos enfermaron de vómitos y creían que eran síntomas de la peste, pero todos callaban.
Muchos pensaban en la ira divina y se refugiaron en la oración como medio para la expiación de sus pecados, para resarcirse ante Dios y buscar su perdón, pues creían que había llegado el apocalipsis, que la providencia los castigaba por todos sus pecados, y que tendrían que dar cuentas de todas sus faltas. Otros creían que los astrólogos tenían razón al afirmar que la conjunción de los astros, la nefasta influencia de los planetas Júpiter, Marte y Saturno y el efecto negativo de eclipses y cometas eran la causa de la peste.
Al cabo de algún tiempo el obispo empezó a tener los síntomas de la enfermedad y empezó con escalofríos y con fiebre, siguió con diarrea y vómitos y después se le gangrenaron las extremidades. El delirium empezó a hacer mella en él, y presa de fiebre alta y alucinaciones, en un momento que nadie esperaba, se tiró al mar, haciendo imposible que fuera recogido.
También los dos rabinos fallecieron poco después, con los mismos síntomas, y otros galeotes y pasajeros murieron también, siendo echados al mar sin ningún responso ni compasión, no fuera que los contagiaran. Pero el mal continuó.
Después de unas semanas aciagas vino una cierta calma. Los efectos de la tormenta sobre el barco habían sido devastadores, pues los palos que soportaban las velas se rompieron y solo hubo repuesto para el mástil de la vela menor. Parte de los víveres se estropearon y varios toneles de agua potable se perdieron. Solo quedaban salazones para comer. Algunas personas que empezaban con síntomas de la enfermedad pestífera, murieron y sus cadáveres fueron arrojados al mar. Los sentimientos de profunda angustia e impotencia invadían a todo el mundo.
Los dos eclesiásticos que quedaban junto con sus sobrinos rezaban continuamente, se aferraban a Dios y para sobrevivir decían:
—Por Dios, por Dios, por Dios todopoderoso.
—Por Dios, por Dios, por Dios, señor nuestro.
—Por la virgen del perpetuo socorro —decían.
—Que somos hombres de la Iglesia.
—Por la virgen de los desamparados, que no perezcamos, que no muramos.
Y seguían con sus rezos y sus milagrosas jaculatorias.
El resto de enfermos vivían en un estado de postración constante y a menudo perdían el conocimiento. Fuertes sudores que desprendían un profundo olor, unidos a terribles dolores de cabeza, sensación de asfixia y grandes temblores. A otros les aparecían hinchazones en las ingles y en las axilas, signos de que la letal enfermedad estaba actuando, produciendo un gran dolor.
El silencio que imperaba en el barco era roto solo por los quejidos de los enfermos y por el ruido de las olas contra el casco. A los pocos galeotes que quedaron les marcaron un ritmo muy lento de remo. Con menos hombres y solamente con una vela, y dañada, la velocidad del barco se hizo muy lenta y la travesía duró cuatro veces más de lo previsto.
Poco a poco, fui ganándome la reputación de flagelante y mucha gente venía a verme y a conocerme. Muchos decían que yo era un mártir, y que mi sangre era sagrada, y no solo me purificaba a mí sino a todos los que la tocaran.
Tres años después de aquella expedición, una tarde de otoño, en la taberna del puerto de Porto Vechio, en Roma, Bohemundo se levantó de la mesa donde tomaba un vino, y acercándose al tabernero le pidió un último aguardiente. Su mente viajó hasta el puerto de Bizancio, evocando el sol de finales de verano, las palmeras que se movían animadas por la brisa del mar y la gran actividad del puerto. Cuando se levantó, vio a un hombre que a su vez se le quedó mirando, y al cabo de unos instantes, le dijo:
—¡Pero si eres Guaimario, el mercader! Juntos hicimos la travesía desde Bizancio.
—¡Por supuesto! Tú eres Bohemundo.
—Vente conmigo a la taberna.
Después de pedir unos aguardientes, que les sirvieron sobre un tonel, Bohemundo le dijo:
—Cuando te vi por primera vez en la galera, la observabas con gran desconfianza, sin fiarte ni de los galeotes ni de nadie.
—Observaba con cuidado lo que sucedía en el puerto, a todos los porteadores, incluso a los camellos que circulaban por el muelle, y me fijaba con atención en todos los que daban voces, pues a menudo pretenden distraer la atención para que otros roben.
—Sí —dijo Guaimario—. A mí me preocupaba que la nave pudiese resistir las tormentas, y luego por la peste murieron más de la mitad de los pasajeros, de los galeotes y marineros, y hasta el timonel del barco.
—Los tuvimos que tirar al mar —continuó—. Una gran parte de los víveres se estropeó, y se perdieron toneles de agua potable.
—Cuando llegamos a tierra, estaba tan debilitado por la falta de agua y comida y por la enfermedad, que me llevaron a un hospital donde poco a poco me recuperé. Estuve más muerto que vivo. Había personas que decían que la peste era el comienzo del fin del mundo, y la sensación de pánico era indescriptible. Cada día y cada noche podían ser los últimos. Fueron tres meses de intenso sufrimiento —continuó.
—Cuando salí —proseguía con su relato—, me di cuenta que había pecado mucho, que la vida era muy breve, y que tenía que dedicarme a la penitencia y a la oración para que mis pecados de lujuria y con la bebida me fuesen perdonados.
—Busqué a mi familia —dijo Guaimario—, pero mis hermanos y mis padres habían muerto, y varios de mis amigos también. Roma había sido diezmada por la peste. La suciedad, las ratas y los piojos lo invadían todo, e hice la promesa a la Virgen de los Flagelantes, que si salía vivo de mis dolencias, dedicaría el resto de mis días a hacer penitencia, y a flagelarme para redimirme de mis faltas.
—Comprendo —dijo Bohemundo.
—¿Y tú? ¿Cómo conseguiste sobrevivir en la travesía? —preguntó Guaimario.
—Yo sabía que por la época del año íbamos a encontrar tormentas. En todo el Mediterráneo las hay al empezar el otoño, y me preparé. Llevaba varias sacas pequeñas con frutos secos, uvas, pasas de Corinto, dátiles, e higos. Además, tenía metidas entre la ropa, varias ánforas pequeñas llenas de agua que, racionándolas, me permitieron pasar los días —dijo Bohemundo.
—Y de las mercaderías que trajiste en la caravana de la China, ¿perdiste mucho? —preguntó Guaimario.
—Nada. Tuve mucha suerte. ¿Y tú? —dijo Bohemundo.
—Me lo robaron casi todo, pues en mi estancia en el hospital no lo pude vigilar —contestó Guaimario.
Haciendo una pausa, éste prosiguió que con el poco dinero que tenía, se iba a dedicar a la penitencia el resto de su vida, para compensar sus excesos con la bebida y con la lujuria.
—Un día caminando por la ciudad me encontré con un mozalbete que había pertenecido a un grupo de cómicos, de los que solamente habían sobrevivido a la peste su padre y él, y que querían vender unos lienzos. Después de pensármelo, con el poco dinero que me quedaba, decidí comprarlos y el chico aceptó la invitación de quedarse conmigo en un espectáculo de flagelación —continuó Guaimaro.
—¿Y cómo lo montaste?
—A los lienzos, que eran muy grandes, les construí unos soportes de madera con diferentes escenas de la pasión de Cristo. Unos tenían la imagen del redentor soportando una cruz, otra la crucifixión de Cristo, etc. Tenía hasta diez y según las circunstancias montaba el espectáculo de flagelación sobre uno u otro.
—Pero la flagelación ¿cómo la montabas? —Quiso saber Bohemundo.
—Extendía el lienzo que me convenía, y después de animar y exacerbar con un discurso tremebundo sobre los pecados y la necesidad de penitencia a los asistentes que se congregaban, me desnudaba el torso, y con ayuda de cilicios me golpeaba la espalda, y me clavaba espinas en la cara. En ocasiones, mi ayudante me ataba las manos al carro, y me daba latigazos con un fuste que tenía clavos de hierro, y que provocaba que la sangre manara abundantemente. Esa sangre era recogida en una pequeña ánfora, y servía para bendecir después a personas enfermas y a sus familiares.
—La mayoría quería que les bendijera sus reliquias, y otros pedían ungüentos mezclados con mi sangre para sus dolores y para no coger la peste. Y así iba de pueblo en pueblo, pues las escenas eran comentadas por la gente y me servían para darme a conocer —continuó.
—Al cabo de un año —continuaba Guaimario—, se unió a nosotros un sordomudo que tenía un loro.
—¿Para qué querías al sordomudo? —preguntó Bohemundo.
—El loro y él animaban mucho y las ventas de mis pócimas y ungüentos aumentaban mucho. Cuando el mozo me estaba dando latigazos en la espalda, el sordomudo lloraba, y sus lágrimas eran recogidas en una pequeña ánfora, con cuyo contenido se realizaban rituales para espantar a los demonios causantes de la peste.
—El mudo —continuo Guaimario—, que comprendía el lenguaje de los signos y también entendía un poco del habla a través del movimiento de los labios, se entendía con el loro, que llevaba mucho tiempo con él y obedecía a sus señas, diciendo algunas palabras como “pecador, pecador”, “penitencia, penitencia”, y los que lo oían creían que eran mensajes divinos.
—El mudo lo que sí intuía muy bien era el lenguaje del garrote y de los palos, pues cuando era pequeño, el cura de su parroquia estaba empeñado en hacerlo hablar, pues decía que no lo hacía porque tenía el demonio dentro. Y lo intentó una y otra vez, a base de grandes tundas y palizas, aunque no lo consiguió. Debió de recibir muchos, pues todavía hoy recela de cualquier cosa que se parezca a un bastón.
—Los efectos de la peste iban debilitándose, había perdido virulencia, y la mayoría de la gente que había sobrevivido quería empezar a vivir de nuevo. Era como una nueva primavera.
Bohemundo lo escuchaba sin decir nada.
—Así, poco a poco, fui ganándome la reputación de flagelante y mucha gente venía a verme y a conocerme. Muchos decían que yo era un mártir, y que mi sangre era sagrada, y no solo me purificaba a mí sino a todos los que la tocaran. Todo lo que hacía o decía, tenía importancia. Las gentes que acudían a verme imploraban al cielo, sacaban las reliquias de las iglesias y realizaban rituales eclesiásticos, para que Dios perdonara a los pecadores, y se acabara la peste. En varios pueblos se expulsó a las prostitutas, por ser símbolo del pecado, y a los judíos, pues fueron ellos los que crucificaron a Cristo.
—¡Qué culpa tenían las putas y los judíos! —exclamó Bohemundo.
—Así son las cosas —contestó Guaimario.
—En otra ocasión cerca de una fuente donde muchas personas acudían a llenar de agua sus ánforas, empecé el espectáculo como siempre, pero con la mala suerte de que había una familia judía que vivía en una casa próxima —siguió Guaimario.
—Cuando el padre de la familia de la casa salió a la calle, la muchedumbre lo increpó, lo abucheó y lo golpeó acusándolo de ser ellos, los judíos, los responsables del envenenamiento de los pozos que causaban la epidemia —continuó.
—En aquel momento pasaba la duquesa de Calabria, en un carruaje a caballo, quien, viendo en peligro de muerte al judío, y dándose la circunstancia de que lo conocía, mandó parar a su cochero, se bajó, y abogó por él ante la multitud —prosiguió.
—Habló conmigo, y me pidió que intercediese, ya que querían lincharlo y matarlo, pues decían que habían sido los judíos los responsables de la muerte de Cristo. Yo tercié para que no corriese más sangre, y la duquesa me invitó a su palacio para conocerme.
—Estuve con ella una tarde contándole mi viaje por China y mi experiencia como flagelante, y al cabo de unas semanas me invitó a una fiesta, la Fiesta de los Flagelantes, que reuniría a muchos de nosotros.
—Poco a poco empecé a emborracharme, y adquirir todos los vicios de los flagelantes, que se dieron a la bebida y a la lujuria.
—Cuando asistí a la fiesta, la música de laúdes y flautas, el vino y los licores no faltaban. Unas monjitas de una abadía benedictina cercana, nos servían el ágape.
Al cabo de un tiempo por los efectos del vino, los flagelantes comenzaron a alejarse de su piedad y se abandonaron al sexo, copulando con las mujeres en público, ebrios, y las monjas de tanto entrar y salir llevando bebidas y comidas, también se prestaron al sexo y decían:
—Por Dios, por Dios —decía una monja.
—Por Dios, por Dios —gritaba de gozo.
—Por la santísima trinidad —exclamaba otra.
—Por la virgen del perpetuo socorro —continuaba la encargada.
—Que placer me da usted señor flagelante.
—Esto no es pecado —les decían los flagelantes—, esto es amor de Dios.
Y las monjas felices se lo agradecían.
Y allí estuvieron copulando varias horas, hasta que quedaron hartas de sexo.
Mientras tanto, el obispo de Padua, barón y eclesiástico, que iba a todas las fiestas de la duquesa sin ser invitado, un hombre de baja estatura, muy orondo y de cara redonda, se quejaba de que su amante lo había dejado, y que estaba muy enamorado de él porque era un hombre muy culto, que sabía leer y escribir y que no había derecho a que lo dejara. Decía que quería que subiera a su casa a que le contara historias como antes, para pedirle besos, pero él se negaba a sus propósitos, siendo insultado por su amante. Estaba muy entristecido, decía.
—El eunuco que vivía con los Duques, un hombre astuto e inteligente, que lo habían castrado cuando tenía ocho años para que cantara en la iglesia, cuando se enteró de que se quejaba de ser cornudo, mando a una serie de amigos que lo entretuvieran con cariño y toda la tarde tuvo sexo. Los amigos sin que se diera cuenta le quitaran todos sus ropajes, y cuando terminó sus cópulas las estuvo buscando, pero no las encontró —dijo Guaimaro.
—Entonces un hombre le dijo «Rápido, rápido Sr. obispo, vamos a ayudarle, métase en el saco, que lo sacaremos de palacio metido en él», y cuando ya estaba dentro, ataron por un extremo el saco, salieron afuera, y lo colgaron de la rama de un gran roble y empezaron a divertirse:
—Per favore, per favore, per favore, ¿por qué te metiste en el saco?, sal de ahí —decía un flagelante borracho.
—Por Dios, por Dios, sal del saco —decía otro totalmente ebrio.
—Por Dios, por Dios, que salgas de ahí —Le decía simulando ser el alguacil.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que te vamos a ayudar, sal de ahí —le decían.
Y le caían nuevos garrotazos tremendos.
—Por Dios, por Dios, por Dios, que no le pegues —decía uno de los asistentes.
—Per favore, per favore, per favore, por la Virgen del Perpetuo Socorro, no lo golpees.
—Por Dios, por Dios, por Dios, por la Virgen de los flagelantes, no le des —Le decía otro, gustándose.
Y “zas”, otra tunda de palos.
— Por Dios, por Dios, por Dios, salgase del saco, hombre —decía un hombre ebrio.
—Que es un hombre de la Iglesia.
—Que es un eclesiástico, por Dios, por Dios.
—Que es un representante de la Iglesia.
Y así continuaron divirtiéndose durante varias horas, hasta que lo llevaron a un descampado y allí lo dejaron.
—Esta fue la tunda al obispo por anunciar a todo el mundo que era cornudo riéndose mucho de él, que anunciaba su condición con tanto sufrimiento.
Se reía a carcajadas mientras contaba las escenas sucedidas en la fiesta.
—Después de la fiesta, la duquesa se hizo con el servicio del sordomudo y quiso comprar el loro, aunque no se lo aconsejé, pues era muy indiscreto y tenía buena memoria para repetir lo que oía. Ella se reía, e insistía en que por esa misma razón quería comprarlo. Finalmente accedí a que se quedara también con el mudo que era quien mejor entendía al pájaro.
Muy interesado, Guaimario, riéndose también, le preguntó:
—¿Y a ti cómo te fue la vida estos tres últimos años?
—He seguido con mi negocio de comercio de productos de los chinos y de los tártaros. Organizo caravanas que llevan productos de Italia hacia esas tierras, los vendo, y de regreso traigo productos de esos lejanos países. Un asunto de trueque.
—Y la peste, ¿No ha afectado a los negocios que manejas?
—Yo creo que la peste afecta con más fuerza a los que huyen de ella y le tienen miedo. He vivido en el campo estos cuatro últimos años, y el número de muertos aquí es mucho menor y creo que es debido a que en la ciudad se acumula mucha suciedad y hay ratas y piojos. ¿Y tú qué piensas?
Guaimario lo miró y se quedó callado.
—Además del trabajo, he salido a cazar con el duque de Montferrato y el conde de Polesino. Son muy amigos míos desde la infancia, y la caza es uno de mis entretenimientos favoritos, después del de asistir a las fiestas que organiza la duquesa de Calabria y la esposa del conde, como a las que te invitaron a ti, donde acuden representantes de la nobleza y de la Iglesia como el obispo de Padua —comentó Bohemundo.
Después de darse un respiro, dijo refiriéndose a sus amigos, el duque y el conde:
«Son unos vividores. Dicen que la vida es muy breve para desaprovecharla.»
El flagelante se levantó y mirando al sol reflejado en el mar, y ya al atardecer, desde la taberna del puerto de Porto Vechio, dijo volviéndose a su amigo:
—Así será, así será.
Ángel Villazón Trabanco es ingeniero, escritor y periodista cultural y te brinda la posibilidad de leer algunos de sus libros:
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Ángel Villazón Trabanco
Ingeniero Industrial
Doctor en Dirección y Administración de Empresas
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