Tras la Independencia de México, la economía quedó fuertemente dañada. Algunas carnes, especialmente la de res, dejaron de ser un alimento básico debido a su alto precio. Nacen recetas para exaltar el patriotismo mexicano, como son los chiles en nogada que presentaba los colores de la nueva nación. Progresivamente tras la retirada de España, el país recibió influencia de nuevos países lo que diversificó lo que se servía en las mesas.
El mercado local se consolidó como centro principal de venta de una gran variedad de ingredientes para la elaboración de la comida, que trae a las comunidades nuevos y numerosos productos que activan la economía.
Llegaron a México técnicas francesas por medio de recetarios y manuales que dieron la pauta para comenzar a crear un sincretismo entre la cocina europea y mexicana. Los mexicanos adoptaron el uso de manuales para difundir trucos y recetas. El primer manual apareció en 1831, el cual determinó la técnica de cocina, la limpieza y las costumbres culinarias de los hogares. En 1866 se publicó «El libro de las familias» y en 1896 apareció «El cocinero de las familias» que incluía comidas hispanoamericanas y mexicanas. La mayoría de los platos eran de Yucatán y Veracruz, que se convirtieron en gastronomías favoritas de muchos habitantes. Con el tiempo existirían muchos libros más que elevarían al tamal como uno de los platillos especiales mexicanos.
Comedor del Castillo de Chapultepec, residencia del Emperador Maximiliano I de México y la Emperatriz Carlota
En las zonas urbanas el pulque fue uno de los principales acompañantes de la mesa de todos los grupos sociales. «El vino y la cerveza se bebían poco, pero el pulque jamás faltaba en la mesa de los ricos»
La élite en los tiempos de Porfirio Díaz, prefería una cocina europea, sin dejar de lado la mexicana, mientras que el resto de la población se concentraba en platillos populares. La segunda intervención francesa en México, 1864–1867, terminó estableciendo un gusto general por la comida francesa, que se vio reflejado en la alta sociedad, que comenzó a imitar recetas y a producir postres más refinados. Entre 1876 y 1910 se publicaron numerosos libros de cocina con tendencia europea como “El cocinero mexicano en Francia”, «El arte novísimo de cocinar» y el «Manual de la cocina francesa», que revolucionaron la cocina familiar de la clase media.
Este refinamiento de la cocina mexicana nuevamente creó un estilo visible en platos actuales como es el acompañamiento con papas a la francesa, crepas que envuelven guisos mexicanos, pasteles cubiertos de crema o en la fabricación de hojaldre.
El rescate de la gastronomía mexicana está vigente, se recobran tradiciones y se vuelve la vista hacia usos y costumbres de épocas pasadas. Casi todo el mundo tiene un recetario heredado de la abuela y los muy antiguos se cotizan a precios altísimos en el mercado y se conservan en lugares especiales de las bibliotecas públicas y privadas.
Los mercados eran lugares de encuentro de comadres y amistades y de intercambio de información. En enormes canastas se cargaba todo lo necesario, los jitomates, las cebollas, verduras y condimentos, la carne y los pollos frescos, chiles de todos colores y granos como el maíz. La mayor parte de las verduras se producían en el sur del Valle de México, en las chinampas de Xochimilco, los nahuas cultivaban toda clase de hortalizas que se traían de la ciudad en trajineras surcando alguno de los canales principales, como el de la Viga o el de Santa Anita. Para la dulcería se compraba harina, azúcar, miel, piloncillo, huevos, nueces, piñones, pasitas y almendras.
Se cocinaba en el fogón adosado a la pared, con sus cuatro o cinco hornillas alimentadas con carbón de madera de madroño y en profundas cazuelas de barro, en cazos de cobre y los guisos se movían con grandes cucharas de madera. No faltaban el metate para moler el nixtamal y los chiles, así como el molcajete para hacer salsas, las jarras para la leche y el espumante chocolate.
La olla de barro rojo servía para poner a refrescar el agua que posteriormente era convertida en horchata, jamaica o agua de limón con chía. El barro y la madera decoraban las paredes en las que no faltaban ristra de ajos, los cedazos. Las tortillas se hacían en casa, todo el proceso, desde moler el maíz para hacer el nixtamal hasta cuidar que cada una de ellas se inflara convenientemente, se llevaban a la mesa envueltas en blancas servilletas.
De estas cocinas salían a la mesa el caldo de pollo o de res con chilito verde, el cilantro y la cebolla finamente picados, el arroz blanco o rojo, la sopa de fideo o el cocido con muchas verduras. Los guisados de pollo, el guajolote, el conejo, el carnero, la res y el puerco o los pescados con alguna salsa espesa de almendras y nueces. El colofón lo constituían los dulces como el arroz con leche, los flanes, las natillas, los dulces de fruta de origen prehispánico como el del negro zapote, ahora mejorado con el jugo de la naranja española. Las bebidas más usuales eran las aguas frescas y los vinos de origen español y en muchas casas se tornaba el pulque de piña con canela.
Los provincianos llegaban a los cafés con asombro y timidez, las mujeres de largas trenzas negras envueltas en sus rebozos pedían tímidamente algo de beber, mientras los hombres observaban un estilo de vida tan diferente del propio.
Las haciendas cerealeras se convirtieron en el eje de la vida económica del siglo XIX, en sus inmensos terrenos se cultivaban maíz, trigo, cebada, frijol, y se producía pulque de la mejor calidad. Ellas representaban una forma de vida paternalista en la que el hacendado asumía un papel caracterizado por el prestigio social que le era inherente.
Una hacienda constituía una unidad de producción completa en cuyo interior se producía todo lo que se necesitaba, de modo que, tanto la parte de las ganancias como la alimentación y sobrevivencia de los peones estaba garantizada, aún más la protección que significaba la imagen del hacendado que era una parte fundamental de la existencia.
Las haciendas ganaderas estaban más alejadas, muchas de ellas se ubicaban en el Bajío y hacia el norte del país, en sus extensos prados, el ganado pastaba esperando el momento de convertirse en la carne que abastecía México. Cuando los hacendados y sus invitados llegaban a la hacienda, la actividad se incrementaba, el trabajo en las cocinas se hacía febril, había que alimentar, varias veces al día, a las visitas y agasajarlas con lo mejor. Desde la cocina empezaban a salir a temprana hora los más deliciosos aromas: el infaltable chocolate para empezar el día, seguido por un paseo a caballo por el campo gozando del fresco de la mañana.
Las mujeres que alcanzaron estudios comenzaron a escribir libros de recetas culinarias de preparaciones caseras y tradicionales, que se convirtieron en elementos de difusión.
Tuvo que transcurrir el siglo XIX, para que los platos de origen indígena fueran aceptados por la elite y se forjara así una gastronomía nacional. Las elites no consumían productos relacionados con las clases populares. Los alimentos vinculados con los indígenas, ligados a las tradiciones y a un pasado, no se correspondían con la modernidad. Lo que se consideraba mexicano en el terreno de la cocina, no contaba con la anuencia general.
El México Independiente nació sin una cocina característica, la relación entre la comida autóctona y la criolla se reflejó en la variedad de productos que ofrecía el país y las distintas formas de preparar los alimentos entre los grupos que conformaban la sociedad, los criollos, mestizos, indígenas, negros y castas.
Los criollos comían de acuerdo con una tradición apegada a Occidente, donde eran comunes las carnes, caldos, sopas, estofados, en contraposición a una de tipo autóctono donde había tamales, frijoles, tlacoyos, moles y pulque, consumidos en mercados o fondas de baja categoría. Fueron renuentes a reconocer como expresiones de cultura nacional, ya que estaban conectados con hábitos indígenas, por eso la norma a seguir fue la cocina europea
La cocina mexicana estuvo marcada por estas divisiones raciales y clasistas que no se diluyeron por el hecho de ser México un país independiente. Más allá de pensarse que el periodo de Independencia supondría una autonomía cultural, el autor deduce que las aficiones de la sociedad de aquella época, sobre todo de las elites, tenían una preferencia por las modas europeas, en especial, la francesa.
En este sentido, el concepto de cocina mexicana no se concretizó sino hasta el último tercio del siglo XIX. Teres elementos ayudan a identificar este proceso, los manuales de cocina, los diarios de viajes al extranjero y la práctica de la escritura entre las mujeres.
“México buscaba afirmar su ser histórico, su identidad nacional” los primeros años del siglo, cuando la cocina mexicana tenía ya una larga y robusta tradición sustentada en las recetas indígenas que reconocían su antecedente prehispánico, en las españolas, en las del Caribe y África, y en las orientales, muchas de las cuales persisten, para nuestra fortuna, hasta nuestros días.
Ángel Villazon Trabanco es Ingeniero, escritor, y periodista cultural y te brinda la posibilidad de leer algunos de sus libros:
- Goces y sufrimientos en el Medioevo
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- El sueño de un marino cántabro y el sueño de un orfebre andalusí
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