A mediados del siglo XII, en varios puntos de la cristiandad surgieron una serie de comunidades que organizaban su vida religiosa al margen de la Iglesia oficial, recibiendo el nombre de tejedores, bugres, patarinos, arrianos, albigenses o maniqueos. Actualmente se los conoce como cátaros.
Pie de foto: El papa Inocencio III
A finales del siglo XI, el papa Gregorio VII llevó a cabo en la Iglesia católica una auténtica revolución para erradicar las malas costumbres del clero, la simonía o acceso a los cargos eclesiásticos a cambio de dinero, y el nicolaísmo, como se conocía la práctica del amancebamiento de los clérigos.
Además, para impedir la ingerencía del poder político en los asuntos eclesiásticos, entre 1074 y 1124, el papado se embarcó en una larga disputa con los emperadores que fue llamada la Querella de las Investiduras cuyo resultado fue la creación de un nuevo modelo de Iglesia, en la que los papas reforzaron inmensamente su poder.
Esto suscitó el descontento de una parte del clero católico, que seguía defendiendo la práctica de la pureza y del modelo de vida evangélico como única vía de perfección. Las críticas contra la jerarquía de Roma, acusada de traicionar la tradición de la Iglesia de los tiempos apostólicos surgió por miembros del clero, que a su vez se vieron acusados de herejía por las autoridades eclesiásticas.
Los cátaros procedían de estos sectores descontentos de la Iglesia y se caracterizaron por su crítica radical contra el papado y la jerarquía romana, y pretendían ser los únicos herederos de los apóstoles, conservando el poder espiritual de salvar a los hombres que Jesús les había confiado.
A mediados del siglo XII, en varios puntos de la cristiandad surgieron una serie de comunidades que organizaban su vida religiosa al margen de la Iglesia oficial
Aunque se conocen focos cátaros en Colonia, fue en las regiones meridionales de la cristiandad como el sur de Francia, en los condados catalanes de los Pirineos y en Italia, donde arraigaron. Allí, una serie de príncipes y señores feudales, los condes de Toulouse y de Foix, los vizcondes de Trencavel, los señores de Albi, Carcasona, Beziers, Limoux y Agde, favorecieron la acogida e implantación de la herejía.
Los cátaros se instalaron en los burgos, pequeños pueblos fortificados que surgieron desde el año mil al abrigo de los castillos feudales. En 1165, en el castro de Lombers, en la región de Albi, tuvo lugar el primer proceso por herejía contra los adeptos de la secta, que se llamaban a sí mismos «buenos hombres». Tras el interrogatorio, se los juzgó como herejes y el obispo católico de Albi, impulsor del proceso, recordó a la nobleza local del castro, que habían acogido a la secta, y que estaba prohibido proteger a los herejes.
Dos años después, en 1167, en el castro de San Félix de Caraman, al sur de Toulouse, se reunieron representantes de las comunidades de «buenos hombres» y «buenas mujeres» de la región de Albi, Toulouse, Carcasona y el Valle de Arán, así como del norte de Francia y de Italia. La asamblea fue presidida por Niquinta, un prelado oriental, y a ella asistió el obispo cátaro de Albi, el único que había en la región. Niquinta ordenó tres nuevos obispos cátaros, el de Toulouse, el de Carcasona y el del Valle de Arán.
La Iglesia disidente estaba organizada en el sur de Francia, y desde finales de la década de 1160, por las iglesias cátaras occitanas de Albi, Toulouse, Carcasona y Valle de Arán y disponían como las iglesias católicas, de sus respectivas diócesis. Sus obispos eran autónomos e independientes y no reconocían ninguna autoridad superior como un primado o un papa. Cada obispo era aconsejado por sus asesores y se encargaba de la gestión de su diócesis.
Fue en las zonas rurales donde la Iglesia cátara se extendió y vivió libremente desde finales del siglo XII, como confirman los archivos de la Inquisición, principal fuente de información, antes de la Cruzada contra los albigenses en los años 1209 – 1229.
Desde antes del año 1200, las comunidades de «buenos hombres» y «buenas mujeres», el clero regular similar a los monjes y monjas católicos, vivían en sus «casas», en el interior de los burgos. Llevaban una vida «consagrada a Dios y al Evangelio», respetando y observando los preceptos evangélicos, votos de pobreza, prohibición de mentir, castidad y abstinencia, y trabajando para vivir. Estas «casas religiosas» estaban abiertas públicamente en las calles de los burgos y sus miembros recibían la visita de sus familiares.
Fue en las zonas rurales donde la Iglesia cátara se extendió y vivió libremente desde finales del siglo XII, como confirman los archivos de la Inquisición
Su clero secular, la jerarquía cátara compuesto por obispos, hijos mayores y menores, y diáconos, vivía en comunidad religiosa y preferentemente en los castros, en zonas rurales, al contrario que la jerarquía católica, implantada en las zonas urbanas.
Entre 1206 y 1207, un grupo de monjes cistercienses fue enviado al sur de Francia por Inocencio III para predicar en aquella tierra de herejes. A lo largo de su itinerario, los miembros de la delegación católica, en la que iban dos castellanos, el obispo Diego de Osma y su canónigo Domingo de Guzmán, fueron acogidos por la nobleza y celebraron varios debates públicos con los cátaros.
En el año 1207, se celebró en Montréal un debate que duró quince días y que marcaría la memoria de sus habitantes. En él se enfrentaron Diego de Osma y Domingo de Guzmán a Arnaldo Oth, Guilhabert de Castres y Benito de Termes, prelados de la jerarquía cátara de Carcasona y de Toulouse.
El encuentro relatado varias décadas más tarde, cuenta que la disputa empezó porque Arnaldo Oth, obispo de la iglesia cátara de Carcasona, denunció la legitimidad de la Iglesia católica y de sus prelados, así como la validez de las ordenaciones y de los sacramentos que éstos conferían. Oth negaba que la Iglesia romana fuera la santa Iglesia y la Esposa de Cristo, sino más bien la Iglesia del diablo y la doctrina de los demonios, afirmando que esta era la Babilonia que Juan en el Apocalipsis acusaba de ser la madre de las fornicaciones y de las abominaciones, ebria de sangre de los santos y de los mártires de Jesucristo, y que su ordenación no era ni santa ni buena, y que no había sido establecida por Cristo y que jamás ni Cristo ni los apóstoles, habrían ordenado y decidido la misa tal como era hoy.
En marzo de 1208, el asesinato de Pedro de Castelnau, un miembro de la delegación cisterciense que había debatido con los cátaros, provocó el llamamiento del papa Inocencio III a combatir la herejía del Languedoc en nombre de la cruz.
En la primavera de 1209, un impresionante ejército de cruzados procedentes de todas las regiones de la Cristiandad, se dirigió hacia los territorios del conde de Toulouse y de los vizcondes de Carcasona con el fin de erradicar la herejía y obtener el perdón y la salvación de los que la combatían.
Los cátaros se enfrentaron a la corrupción de la iglesia de Roma, y fue un territorio de pueblos y ciudades, abadías y fortalezas encaramadas en los montes que fueron testigos de una masacre sangrienta, de una cruzada contra los albigenses en el siglo XIII, en la que murieron más de quinientos mil hombres, mujeres y niños, quemados en la hoguera y en las batallas.
Los cataros intentaron cambiar el mundo y el sentido de la religión y fueron víctimas de los dramáticos sucesos de la Cruzada de 1209, dirigida por el Papa Inocencio III, y Simón de Montfort, en la que la mayoría fueron aniquilados y muchos de ellos quemados en la hoguera por herejes.
Sus «hombres buenos» creían en la dualidad del Bien, obra de Dios, y la del Mal o de la Nada, de forma qué para los seguidores de esta herejía, todas las almas serían llamadas a conocer un día, la salvación eterna. No aceptaban la idea de un juicio final y de un infierno eterno.
Hombres y mujeres, tratados por igual según su doctrina, buscaban ser puros y para ello debían renunciar al mundo material, ser pacíficos, vegetarianos y practicar la abstinencia sexual.
Los cataros intentaron cambiar el mundo y el sentido de la religión y fueron víctimas de los dramáticos sucesos de la Cruzada de 1209
Las herejías que surgían de las condiciones materiales, sociales y espirituales propias del movimiento de reforma de la Iglesia en el siglo XI provocaron que la gente estuviera cansada de los diezmos y de las imposiciones de la Iglesia y de que los sacerdotes predicaran lo que después no hacían.
Bajo esta situación, un grupo que daba ejemplo de lo que predicaba y no pedía nada a cambio, atrae la atención de los más pobres e incluso también de algunos nobles.
En los años 1160 ya son un gran movimiento, proclaman la religión dualista y se consideran diferentes del cristianismo, basándose en las enseñanzas básicas de Jesús sobre la pobreza, la humildad y la vida austera. Su modelo era Él. Se escribieron algunas leyendas para dar a conocer al pueblo el mito en el que basan sus doctrinas.
Los templos, las imágenes y la cruz, también eran condenados por los cátaros, pues Dios, según ellos, no moría en los templos sino en el corazón de sus fieles devotos.
Los sacerdotes cátaros vivían pobremente, no tenían posesiones, no imponían impuestos ni sanciones y consideraban a hombres y mujeres como iguales. Aspectos de la fe, por los que muchos estaban desilusionados con la Iglesia.
Las creencias cátaras derivan de la religión persa del Maniqueísmo, y de otras sectas religiosa anteriores de Bulgaria, conocida como los Bogomils, que mezclaban el maniqueísmo con el cristianismo y llegaron a través de las rutas comerciales que comunicaban el sur de Francia con Tierra Santa, los Balcanes y con el Este de Europa, lugares donde subsistían diversas corrientes “heréticas”.
Rechazaron las enseñanzas de la iglesia católica como inmorales y la mayoría de los libros de la biblia, inspirados por satanás. Criticaron a la Iglesia en gran medida por la hipocresía, la codicia, la lascivia de su clero y la adquisición de tierra y riqueza, por lo que fueron condenados como heréticos por la Iglesia Católica y masacrados en la cruzada albigensiana, que también devastó ciudades y la cultura del sur de Francia.
Las creencias cataras incluían el principio femenino en lo divino, Dios era tanto hombre como mujer. El aspecto femenino de Dios era Sofía, «sabiduría», lo que alentó la creencia de igualdad de los sexos.
Aparte de la amenaza teológica que representaban para la iglesia de Roma, los cátaros eran una amenaza socio política, ya que negaban el valor de los juramentos en nombre de Dios y el derecho del hombre para castigar el mal. Esta negación del valor del juramento era importantísima, pues en la época feudal el juramento de fidelidad era básico para la práctica del vasallaje y para dar validez a cualquier acuerdo político o económico.
Otra novedad era la inclusión de la mujer en todos sus ritos religiosos, pues podían predicar su doctrina, una novedad en la Edad Media y que contrastaba con la doctrina de exclusión de la mujer de la Iglesia Católica.
Los sacerdotes cátaros vivían pobremente, no tenían posesiones, no imponían impuestos ni sanciones y consideraban a hombres y mujeres como iguales
La popularidad de los cátaros se debía a sus novedosas doctrinas y a su moralidad ejemplar. Su ascetismo y frugalidad en su modo de vida, su castidad total y su comportamiento solidario, similar al de los primeros cristianos, contrastaban enormemente con la enorme corrupción que predominaba en la iglesia católica, llena de frailes y sacerdotes que tenían varios hijos, vendían la absolución de los pecados y sobre todo comían y bebían en exceso gracias a los impuestos que pagaban los pobres campesinos. El pueblo llano veía a los cátaros como un modelo a seguir en cuanto a moralidad y religiosidad.
En Languedoc, conocida por su gran cultura, tolerancia y liberalismo, la religión cátara arraigó y ganó más y más adeptos durante el siglo XII, a principios del siglo XIII era probablemente la religión mayoritaria en la zona y ya se hablaba del peligro de que reemplazase completamente el catolicismo.
A partir de 1208, se libró una guerra de terror contra la población y sus gobernantes, en la que medio millón de hombres, mujeres y niños fueron masacrados, quemados abrasados en las llamas, asesinados indiscriminadamente. Simón de Montfort fue el líder de la cruzada contra los albigenses, y dirigió esta guerra con crueldad extrema.
Las creencias cataras incluían el principio femenino, Dios era tanto hombre como mujer. El aspecto femenino de Dios era Sofía, «sabiduría», lo que alentó la igualdad de los sexos.
La cruzada, con su cortejo de asedios y hogueras, puso fin a los tiempos en que los cátaros occitanos habían gozado de libertad y dio inicio a más de un siglo de represión, dirigida desde 1231 por la Inquisición.
Al final del exterminio, la Iglesia romana sabía que una campaña sostenida de genocidio podía funcionar. También fue el precedente de una cruzada interna dentro de la cristiandad y la maquinaria del primer estado policial moderno que podría ser utilizado para la inquisición, y para posteriores inquisiciones y genocidios.
“Voltaire observó que «nunca hubo nada tan injusto como la guerra contra la Abigenzen”.
Las cruzadas eran guerras religiosas en las que los cristianos atacaban a pueblos que profesaban otras religiones y respondían a motivos religiosos como “recuperar” Tierra Santa y defender los reinos cristianos de la expansión musulmana, y sobre todo a motivos políticos y económicos como era expandir las fronteras del cristianismo y controlar las principales rutas comerciales del Mediterráneo y el Báltico.
La Cruzada Albigense se lanzó dentro de un territorio como era el sur de Francia para suprimir la corriente religiosa cátara. Esta corriente “herética” era una gran amenaza para la Iglesia Católica, al criticar su corrupción, despotismo e hipocresía, y al contrastar la enorme riqueza del Papa y los obispos frente a la pobreza del pueblo llano. Los cátaros predicaban la igualdad, la solidaridad y el desarrollo individual como única fuente de salvación, una doctrina que de haberse extendido habría acabado con el predominio de la Iglesia Católica en el Mundo Medieval.
El fracaso de la Iglesia Católica en combatir la herejía, generó que no solo el pueblo llano fuera atraído por la doctrina cátara, sino que también se sumara la mayoría de la nobleza occitana, convirtiéndose muchos nobles en “creyentes”. Esta nobleza permitió a los cátaros establecer sus principales núcleos en los condados de Agen, Albi, Carcasona y Tolosa.
Dentro de estos condados, los cátaros estaban bajo la protección de la nobleza, lo que significaba qué los inquisidores del papado no pudieran perseguirlos sin el consentimiento del señor de la zona.
La expansión de la herejía cátara era una seria amenaza para el predominio de la Iglesia Católica en el mundo feudal y para el orden social establecido, lo que originó que el Papa Inocencio III, que llegó al poder en 1198, escribiera a sus obispos de Occitania instándoles a castigar a los herejes cátaros por todos los medios.
La cruzada logró la adhesión de toda la nobleza del norte de Francia, que acudió a la misma motivada por la promesa papal de que podrían apoderarse de las fértiles tierras de los nobles del sur que apoyaban a los cátaros y porque su participación en la contienda les granjearía el perdón de sus pecados.
El fundamentalismo cristiano propagado por la Iglesia Católica en su intento por preservar los privilegios de la aristocracia eclesiástica, cobraría cientos de miles de vidas a lo largo de su historia
El ejército cruzado estaba compuesto por unos 30.000 hombres, un tamaño inmenso para la época. La dirección correspondía en su aspecto religioso al legado papal Arnaud Amalric, y en su aspecto militar estaba dirigida por Simón de Montfort, debido a la larga experiencia militar, que había participado en la Cuarta Cruzada contra Bizancio y había peleado en Tierra Santa.
El 21 de julio de 1209, los cruzados sitiaron Béziers, uno de los principales focos cátaros. Simón de Montfort atacó la ciudad, tomándola rápidamente y masacrando horriblemente a la población, sin importarle si eran cátaros o no.
Más de 8.000 personas murieron en la ciudad de Béziers, cuando fue sitiada pasando a la historia la famosa frase: ”Matadlos a todos, que Dios reconocerá a los suyos”.
Esta matanza sobrecogió a la población y tuvo un efecto devastador sobre los nobles defensores y sus tropas, capitulando sin resistencia la mayoría de fortalezas y ciudades que acogían a los cátaros.
Los cátaros, incapaces de cometer actos de violencia, murieron abrasados en las llamas de la intolerancia que encendió la Iglesia Católica. Murieron por pensar diferente y por ser consecuentes con la doctrina que predicaban.
Tras los cátaros, les llegaría el turno a los Templarios, la Orden de monjes guerreros que sufrió también la influencia oriental del cristianismo, acabando muchos de sus miembros en la hoguera, al igual que los cátaros.
El fundamentalismo cristiano propagado por la Iglesia Católica en su intento por preservar la sociedad estamental y los privilegios económicos y sociales de la aristocracia eclesiástica, cobraría cientos de miles de vidas a lo largo de su historia, manchando de sangre el mensaje de paz y amor de Jesús de Nazareth.
Muy interesante el texto, que comparto. Tengo pendiente la ruta de los enclaves cátaros, pero tengo que cerciorarme antes de que los intereses turísticos de los organizadores no la desvirtúan.