La primera mitad del siglo XVII ocurrió en toda Europa la gran era de la caza de brujas. Ningún país escapó y tampoco España, siendo el episodio más conocido en un pueblo de los Pirineos navarros, Zugarramurdi, que terminó con el procesamiento en 1610, por parte de la Inquisición, de 53 personas, once de las cuales fueron ejecutadas. Pero no fue el único.
Entre 1637 y 1643, se desarrolló en varios pueblos del valle de Tena, en los Pirineos de Huesca, otro caso que tuvo mucho eco. Se habían encontrado 1.600 endemoniadas. Esta fue una de las más importantes epidemias de posesión demoníaca de Europa.
Los afectados eran principalmente mujeres jóvenes aún solteras, que andaban como trastornadas y atemorizadas, gritando como si se ahogaran y sin poder tranquilizarse. Se mostraban incapaces de rezar, tenían hormigueos en la piel, perdían la sensibilidad en algunas zonas del cuerpo o veían de color negro la hostia consagrada y no podían fijar en ella la mirada. La mayoría ponía excusas para no confesarse, algo que no se toleraba, y caían desmayadas cuando el sacerdote les daba la absolución.
Además, como los pueblos estaban cerca de la frontera, sé sospechaba que los demonios habían penetrado desde Francia, donde en los años anteriores había habido varios casos de brujería y posesiones.
Tras consultar con el obispo de Huesca, los sacerdotes decidieron combatir a los demonios para desterrarlos de las parroquias. Organizaron procesiones y ayunos y celebraron ceremonias colectivas de exorcismos en las iglesias para expulsar a los demonios de los cuerpos de las posesas. Estas sesiones agotadoras duraban varias horas, a veces de la mañana a la noche.
Sugestionadas por los sacerdotes, las jóvenes mostraron enseguida señales de la posesión. Los religiosos contaron que en la oreja de una de las posesas apareció una horrible imagen negra que representaba al diablo. Aseguraban también que les salían objetos por la piel sin dejar herida, que eran capaces de doblar cosas con una fuerza que varios hombres no podían reunir y que a las palabras en latín del cura contestaban perfectamente en romance.
Las mujeres veían apariciones en cualquier lugar. Se cuenta el caso de una joven que estaba cosiendo y que creyó ver un demonio que entraba en su aposento disfrazado de sacerdote, con los ojos que le centelleaban como rayos, al que consiguió expulsar haciendo la señal de la cruz y arrojándole una jarra.
Para ayudar a los dos sacerdotes, llegó a la zona un fraile enviado por la Inquisición aragonesa, fray Luis de la Concepción. En un libro publicado varios años después, este famoso profesor, teólogo y exorcista explicó su actuación en Tramacastilla en términos que parecían surrealistas. Según aseguraba, lo primero que hizo, con la iglesia abarrotada de gente, fue practicar un exorcismo espectacular. Puso su estola sobre el cuello de una mujer poseída por el maligno y mandó al párroco que diera la orden y que se manifestaran todos los demonios que se escondían en aquellos feligreses.
Fue terminar de decirlo y más de doscientas mujeres, las más doncellas, fueron levantadas en el aire, que casi tocaban la bóveda de la iglesia, girando por el aire, y con tanta decencia asentadas, como cuando lo estaban antes de dicho precepto y maldición», a lo que siguió una barahúnda de gritos y palmadas.
Estando una mañana oyendo seis confesores, la confesión a seis señoras atormentadas por los enemigos, a un mismo tiempo, en presencia de muchas y graves personas, los demonios las arrebataron de los pies de los confesores y, sacándolas por la puerta de la iglesia en el aire, y transportándolas por él, en brevísimo espacio las llevaron como cosa de media legua, y de las puntas de los pies las colgaron de los más eminentes riscos y peañas de aquellos montes Pirineos.
Pese a las procesiones y los exorcismos, los casos de posesiones no amainaban, por lo que los sacerdotes Ximénez y Blasco informaron al rey y solicitaron la intervención de la Inquisición. A primeros de julio de 1640 llegó al valle de Tena Bartolomé Guijarro, inquisidor general de Aragón, a fin de dirigir personalmente la investigación.
Pero dos meses y medio más tarde, el inquisidor falleció repentinamente por causas desconocidas, lo que de inmediato se interpretó como una obra más del demonio. Prueba de ello fue que al fallecido le habían robado un par de escarpines, calcetas, calzoncillos y una camisa, con los que sin duda un brujo había elaborado un maleficio contra él.
El brujo, en efecto, era el personaje que faltaba para completar la extraña tragicomedia que se estaba desarrollando en el remoto valle aragonés. En la mentalidad de la época, la intervención del demonio era propiciada por personas con poderes sobrenaturales que suscribían con Satanás un pacto maléfico. En un caso como el del valle del Tena, las sospechas eran generalizadas. Los lugareños, para defenderse del demonio, recurrían a amuletos protectores, como muñecos en forma de gatos, ratones, sabandijas y conjuros escritos en papelillos, que al ser descubiertos, eran interpretados por los sacerdotes como una prueba de brujería oculta y pactos satánicos.
En cualquier caso, las posesas no habían tardado en revelar el causante de su mal, el agente del demonio que las había embrujado mediante sus maleficios.
Lo ocurrido en el valle de Tena es un ejemplo característico de lo que los historiadores denominan «demonomanía», la obsesiva creencia en que los demonios tenían una existencia real y amenazaban la vida de los hombres. Para entender este fenómeno aparentemente irracional hay que tener presente el papel que tenía la Iglesia en la sociedad de los siglos XVI y XVII, a la vez de control de las conciencias y la defensa frente a supuestos peligros contra la comunidad. Los sacerdotes escudriñaban a los feligreses mediante la confesión y a la vez defendían a la comunidad de bautizados frente a los herejes y también al demonio.
Episodios de infección diabólica como el del valle de Tena eran en buena parte obra de algunos sacerdotes inspirados, que en sus parroquias exponían sermones sobrecogedores y dedicaban arengas incendiarias a personas analfabetas, conminándolas a cerrar filas contra Satanás y contra las brujas.
En noviembre de 1610, se celebró en Logroño el auto de fe inquisitorial contra las brujas de Zugarramurdi, donde más de cincuenta personas fueron procesadas y once sentenciadas a arder en la hoguera.
Los demonios. David Ryckaertl siglo XVII
Cinco de ellas fueron quemadas en efigie, ya que habían muerto antes durante los interrogatorios. Era ya el siglo XVII, pero las persecuciones a las supuestas brujas en toda Europa se habían iniciado en pleno Renacimiento, y no en la Edad Media, tenida habitualmente por un periodo oscuro.
Las acusadas de brujería eran desnudadas y afeitadas por completo pues se decía que el Demonio se escondía entre sus cabellos, eran pinchadas con agujas largas en todo el cuerpo, incluidas sus vaginas, en busca de una marca del Diablo, eran frecuentemente violadas para investigar su virginidad, y se arrancaban sus miembros y se quebraban sus huesos.
Zugarramurdi fue un pequeño episodio dentro de un amplio proceso que se prolongó durante más de dos siglos en Europa y que vivió su momento más intenso a partir del Renacimiento. “En el caso de Zugarramurdi llegó a tal punto la histeria colectiva, que había una persona sospechosa de brujería por cada 4 vecinos y vecinas”.
Entre 1450 y 1750, Europa mostró su perfil más sombrío con la caza de brujas desatada a lo largo del continente que tuvo alrededor de 100.000 víctimas, en su mayoría mujeres, de las que cerca de 60.000 fueron quemadas en la hoguera.
Se trató de una serie de hechos de intensidad variable, con distribución geográfica y cronológica desigual, especialmente pronunciada en los territorios del Sacro Imperio Romano, donde se concentraron cerca de la mitad de las víctimas, Alemania, Polonia, Suiza y Francia y menos significativa en países como Inglaterra y Escocia, y bastante más reducida en España e Italia.
Iniciación de una bruja.
A finales del siglo XV, las instituciones religiosas se encargaron de aportar los fundamentos ideológicos de la demonología y la persecución de brujas a través de numerosos tratados sobre brujería, de la bula papal de Inocencio VIII de 1484 y del famoso manual para la identificación, persecución, y caza de brujas Malleus Maleficarum o El martillo de los brujos, escrito por dos monjes inquisidores dominicos en 1486.
Con el surgimiento de los Estados modernos durante el siglo XVI, este tipo de preceptos tuvo un marco legal, convirtiendo a la brujería en un crimen grave.
En 1532, el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Carlos V promulgó la Constitutio Criminalis Carolina, que penaba la brujería con la muerte.
En la Inglaterra protestante, tres Actas del Parlamento de 1542, 1563 y 1604 legalizaron la persecución y la pena de muerte. Después de 1550, se aprobaron este tipo de leyes y ordenanzas tanto en Escocia, Suiza, Francia y los Países Bajos españoles.
El crimen de brujería consistía en una supuesta práctica de magia dañina y el uso de poderes sobrenaturales otorgados por el diablo para dañar a vecinos, hacer infértiles a hombres, o traer desgracias a toda la comunidad.
Además, se creía que las brujas se reunían en asambleas, llamadas aquelarre o Sabbat, a las que solían ir volando en palos de escoba o lomos de animales, para adorar al diablo, bailar desnudas, sacrificar y comerse niños, y tener relaciones sexuales con otras brujas y demonios.
La historia de las cazas de brujas rompe la imagen del Renacimiento como un período donde la razón y conocimiento ganan terreno a las supersticiones de la Edad Media.
Contrariamente a la visión propagada por la Ilustración, la caza de brujas no fue el último destello de un mundo feudal agonizante, la supersticiosa Edad Media no persiguió a ninguna bruja. El concepto de brujería no tuvo lugar hasta la baja Edad Media y nunca hubo juicios y ejecuciones masivas durante los Años Oscuros.
Supuesta bruja quemada en una hoguera en Alemania en 1531
Sin la Inquisición, las numerosas bulas papales que exhortaban a las autoridades seculares a buscar y castigar a las «brujas» y sobre todo, sin los siglos de campañas misóginas de la Iglesia contra las mujeres, la caza de brujas no hubiera sido posible. La caza de brujas no fue sólo un producto del fanatismo papal o de las maquinaciones de la Inquisición Romana, y las cortes seculares llevaron a cabo la mayor parte de los juicios, mientras que en las regiones en las que operaba la Inquisición, Italia y España, la cantidad de ejecuciones permaneció comparativamente más baja.
Alonso de Salazar y Frías pasó a la historia como el “abogado de las brujas”, inquisidor español que participó en el tribunal a cargo de juzgar el caso de las ‘brujas de Zugarramurdi’ y se manifestó en contra de la condena. Después de que algunos clérigos manifestaran su escepticismo frente a las crecientes acusaciones de brujería, el Consejo de la Inquisición lo mandó a investigar y entrevistar a supervivientes de la caza de brujas. Su informe, que las confesiones eran extraidas bajo tortura y no eran fiables, llevó a promulgar en 1614 el decreto de silencio.