El chileno Felipe Portales halla las raíces de la crisis de la pederastia de la Iglesia en el blindaje político de los papas, aislados en un poder absolutista y sin contrapesos
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Alguien tendrá que racionalizar el trauma, encontrar un significado a todos estos años en los que la sociedad ha tenido que asimilar las noticias sobre abusos sexuales a menores y maniobras de encubrimiento en el ámbito la Iglesia Católica. El Vaticano y la pedofilia, del historiador chileno Felipe Portales (editado en su país por Catalonia) es uno de los primeros libros que se enfrenta a ese reto intelectual que sigue a la crónica de los hechos probados: «Yo creo que esta es la peor situación de la Iglesia Católica en toda su historia, peor que la crisis que abrió la Reforma, porque aquí afecta a un elemento crucial del Evangelio, que es el daño a los niños», explica el autor.
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El Vaticano y la pedofilia está construido sobre dos piedras: una parte del libro sintetiza la información más o menos conocida sobre los casos de abusos cometidos por sacerdotes y, sobre todo, sobre la irresponsabilidad de sus superiores: los informes de alerta desoídos, los castigos levísimos en forma de retiros temporales, las amenazas y las marginaciones contra los denunciantes… Esa es la mitad dolorosa del libro de Portales. La otra mitad es la más reflexiva: tiene la forma de un ensayo y propone una teoría que intenta explicar el desastre.
«El poder tiende a corromper; el poder absoluto corrompe absolutamente» es el clásico dictum de Lord Acton que Portales emplea para presentar su hipótesis. Según el historiador, la crisis de la pederastia es la consecuencia del encastillamiento político de la Iglesia Católica en el absolutismo desde los tiempos del Concilio Vaticano I, en 1870.
Portales no es ingenuo, no anhela un Vaticano radicalmente republicano como alternativa ideal. Pero sí sostiene que desde el siglo XIX la Iglesia ha dado la espalda a la cultura crítica de las democracias y sostiene que la proclamación de la infalibilidad papal llevó a la soberbia, que la soberbia llevó a los abusos sexuales y que los abusos terminaron en la impunidad autoconcedida.
«En realidad, esa tendencia está en la historia de la iglesia desde el siglo IV, desde la distorsión constantiniana. En ese momento se hizo una prelación de la fe sobre el amor, cuando no creo que ninguna persona que estudie el Evangelio encuentre que las palabras de Cristo dan esa dirección. En los Evangelios hay varios mensajes que dicen que el amor es lo importante, no la fe ni el culto ni la lealtad al poder temporal de la Iglesia. Pero la Iglesia eligió la lealtad y eso la llevó a la Inquisición, a la caza de brujas, al antisemitismo, y, ahora, al escándalo de la pederastia».
¿O sea que es un problema político? Cualquier lector de periódicos medianamente informado habrá pensado intuitivamente que la crisis de la pederastia en la Iglesia Católica es la consecuencia del celibato impuesto a sus sacerdotes. Que la represión sexual que representa el voto de castidad se canaliza, a veces, en una sexualidad aberrante. Sin embargo, la palabra celibato apenas aparece en El Vaticano y la pedofilia.
«Primero: la pedofilia en el mundo no es una cosa de célibes; la mayoría de los pedófilos son hombres casados. Segundo, durante mucho tiempo, los sacerdotes han tenido relaciones con mujeres adultas, con monjas o con fieles con las que intimaban a través de los confesionarios. La Inquisición definió una figura que se llamaba eufemísticamente ‘solicitación’ para esos romances, que fueron muy criticados durante siglos. Es decir: había caminos que canalizaban la tensión sexual de los sacerdotes que no era la pederastia y que no eran tan dolorosos, aunque comportaran una parte de hipocresía y de corrupción. Yo no creo en el celibato obligatorio pero tampoco creo que sea el factor fundamental en la pedofilia. En la pedofilia importa más el abuso de poder que el abuso sexual. Por supuesto que es un abuso sexual, pero, en el fondo, expresa la ilusión de omnipotencia de quien hace esos actos».
Y por eso, en el libro de Portales se habla tanto de los abusos criminales en sí, como de las redes de encubrimiento. «La impunidad es una injusticia y una crueldad de la iglesia contra sus propios sacerdotes, que tienen que vivir bajo sospecha por la protección institucional que le ha dado su jerarquía. No sólo es la Iglesia la que está en crisis; son las personas. Se lo digo desde mi experiencia personal, porque yo tuve tres tíos sacerdotes y eran personas ejemplares. Fallecieron hace años y hoy lo veo como un alivio. Qué terrible habría sido para ellos vivir lo que significa el sacerdocio hoy día».