Este organismo fue creado durante el franquismo con el objetivo de “redimir a la mujer” inmoral. A través de podcasts, libros y mesas redondas, los abusos y la violación de los derechos humanos están siendo por fin documentados.
Un grupo de internas en un Patronato de Protección de la Mujer en una imagen del archivo de la Junta de Andalucía.
El Pais
ESTHER LÓPEZ BARCELÓ
Inmaculada Valderrama tenía quince años cuando murió tras, supuestamente, caer desde una ventana del tercer piso del reformatorio femenino de San Fernando de Henares. Según la versión oficial, intentaba escaparse. Sin embargo, Inmaculada iba en ropa interior y las puertas del centro, en ese momento, estaban ya abiertas. Ese mismo día se organizó una manifestación en el centro responsabilizando de la muerte de la joven a las encargadas del reformatorio, todas ellas de las Cruzadas Evangélicas. Era el 19 de septiembre de 1983.
A pesar de que Franco había muerto hacía ya ocho años, le había sobrevivido la institución más longeva y misógina de la dictadura: el Patronato de Protección a la Mujer. Un organismo, tan temible como desconocido —tanto entonces como ahora—, que formó parte del engranaje de un sistema de control social enfocado al disciplinamiento de los cuerpos y mentes de las mujeres; diseñado y aplicado, en sagrada alianza, por la Iglesia católica y los jerarcas del régimen. Para ello se basaron en antecedentes históricos como el Real Patronato para la Represión de la Trata de Blancas (1902) que, a su vez, era legatario de las llamadas Casas de Recogidas y Galeras del siglo XVII. Durante la II República, paradójicamente, fue cuando se creó —con fines completamente antagónicos— el Patronato de Protección a la Mujer, de cuyo nombre se apropió el régimen para subvertirlo, convirtiéndolo, en la práctica, en un “patriarcal entramado carcelario” a través del cual se dotó a miembros de la Iglesia católica de funciones policiales.
“Si te portas mal, te llevarán donde las monjas”, esa era la letanía que miles de mujeres recibían como una amenaza cotidiana durante algo más de las cuatro décadas que duró la dictadura. Una gran mayoría de ellas no sabía, en puridad, a qué temibles monjas, conventos o residencias hacía referencia aquella intimidación. El Patronato fue creado en 1941 con el objetivo de “redimir a la mujer caída y ayudar a la que estaba en peligro de caer”. La mujer caída. ¿Caída de dónde? ¿A qué abismo señalaban? ¿Caída del cielo al infierno? Seguramente nadie habría sabido contestar qué lugar era aquel del que, al parecer, caían únicamente las mujeres. Pero lo que sí habría tenido claro cualquiera —tanto entonces como ahora— es que aquel concepto se refería, indiscutiblemente, a las mujeres prostituidas o a quienes, por el mero hecho de ser dueñas de su sexualidad, se acercaban peligrosamente a las anteriores. Este segundo tipo de “caída” era tremendamente laxo. Iba desde aquella que fumaba hasta la que se manifestaba, pasando por la desobediente o, la peor de todas, la que se quedaba embarazada fuera del matrimonio. Esa era poco menos que Lucifer y merecía castigo social y vitalicio, llegando a ser obligada a dar a su hijo en adopción o, directamente, se le usurpaba para su posterior venta. Como afirma la historiadora Carmen Guillén en su tesis sobre el Patronato, este sistema de control social era esencial para garantizar la propia estabilidad de la dictadura, pues “la mujer era la encargada de trasmitir los valores a su descendencia y, en consecuencia, su adoctrinamiento resultó prioritario”.
La muerte de Inmaculada Valderrama en 1983 marcó un antes y un después en la pervivencia del Patronato. Tan solo dos años más tarde era extinguido como cualquier otra reminiscencia franquista durante la transición, es decir, sin exigencia de reparación alguna a las víctimas. De hecho, la mayoría de órdenes religiosas que llevaron a la práctica el encierro de miles de mujeres, sin condena alguna en su haber, hoy continúan ejerciendo en el ámbito de los servicios sociales. Y, es más, la Ley de memoria democrática ni siquiera considera a las internas del Patronato como víctimas de la dictadura. Sin embargo, unas cuantas mujeres nacidas después de que desapareciera este organismo están haciendo emerger a la superficie la historia de este organismo y, con ella, recuperando las memorias de sus supervivientes. Desde el año pasado, de hecho, asistimos a una eclosión de silencios rotos sobre el Patronato, que se ha materializado en artículos, libros, mesas redondas y podcasts sobre el tema.
Lunáticas
“El 9 de noviembre de 1977, en la cárcel de Basauri, María Isabel falleció de shock por quemaduras. (…) Las prostitutas que ejercían en esa zona, sus compañeras, no se creyeron la versión oficial y convocaron algo así como una huelga (…) El movimiento feminista exigía que se derogasen los delitos que solo se aplicaban a las mujeres y el incipiente movimiento LGTB pedía la abolición de la ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social. (…) Cuarenta y tres años después de su muerte, desde mi casa, a 280 metros de la última vivienda en que estuvo empadronada, trato de reconstruir la vida de una tía que luchó siempre por no ser abatida. (…) Alguien me dijo una vez que la gente así no deja rastro. (…) Ahora sé que estaba absolutamente equivocada”.
En 2022, Andrea Momoitio (1989) publicó bajo el título de Lunática (Libros del K.O.) la historia de María Isabel Gutiérrez Velasco. Momoitio es periodista, cofundadora de Pikara Magazine, y está obsesionada con la historia de esta mujer que habitó en los márgenes de la sociedad Impujada por los mecanismos de represión patriarcal originados durante la dictadura. Pero su investigación no se ha ceñido solo a ella. Érica Santillán, tras leer Lunática hace dos años, le escribió este mensaje en Twitter: “Gracias por acercarme a un mundo desconocido pero, sobre todo, gracias por acercarme a mi abuela”. Ninguna de las dos podía imaginar que este sería el inicio de una amistad que las llevaría a unirse a Isabel Cadenas Cañón para convertir la búsqueda de Loli, abuela de Érica, en un podcast bajo el título de Lunáticas. El libro de Momoitio había activado un obturador en la memoria de Érica, gracias al cual recordó una conversación inacabada de hacía décadas en la que su madre le decía que su abuela no tenía DNI porque estaba en búsqueda y captura.
La portada del libro ‘Lunática‘.CORTESÍA DE LIBROS DEL K.O.
Isabel Cadenas Cañón (1982) lleva años reflexionando acerca de las diferentes materialidades que adquiere la plasmación de la memoria. Su tesis doctoral se tituló Poética de la ausencia. Formas subversivas de la memoria en la cultura visual contemporánea (Cátedra) y ese interés la ha llevado a crear uno de los podcast mejor valorados del panorama actual: De eso no se habla. En él hilvana episodios de nuestra historia reciente —y no tanto— que han quedado sepultados en el olvido. Entre ellos, además de Lunáticas, ha dedicado dos capítulos a dos supervivientes del Patronato, en los que muestra cómo esta institución tuvo su continuum en el tiempo llegando a abarcar los primeros diez años de democracia: Perdidas. Lo ha estructurado como si fuera una antigua cinta de cassette: la “cara A” es la historia de Consuelo García del Cid (en blanco y negro), que transcurre durante el franquismo, y la “cara B” es la de “Dolores” (en color), ya en democracia.
Consuelo García del Cid: la pionera
“Conseguiré que todos sepan lo que nos han hecho aquí dentro”. Esa fue la promesa con la que se despidió Consuelo de sus compañeras de reformatorio, Adoratrices de Madrid —situado en la Calle Padre Damián, nº52—, tras dos años de internamiento sin haber cometido delito alguno. Con ella comenzaron a romperse los primeros silencios hace poco menos de veinte años. Tal y como nos narra la voz de Cadenas en el inicio de la “cara A”, al inicio le costó mucho investigar sobre esta institución porque se topó, según sus propias palabras, con “un desierto documental y una laguna informativa”. Pero eso no la detuvo. Necesitaba cumplir con aquella promesa de su adolescencia. Así que se puso a buscar a sus antiguas compañeras de reclusión, a entrevistarlas, a pedir documentación; mientras, en paralelo, contaba en televisión su experiencia y los frutos de sus primeras averiguaciones, gracias a lo cual iban surgiendo nuevos testimonios. Después se dedicó en cuerpo y alma a poner todo por escrito: Las desterradas hijas de Eva, Las insurrectas del Patronato de protección a la mujer y Ruega por nosotras son algunas de las obras que han servido de referencia obligada a todas las investigadoras posteriores. Según sus propias palabras, “la democracia se olvidó de nosotras y aquello fue una atrocidad cometida contra menores de edad, a las que además de otros castigos y trabajos, nos hacían pasar incluso por pruebas de virginidad. Y no me vale que me digan que España era así. Ese sistema penitenciario para menores fue una atrocidad incuestionable”.
Indignas
“Chelo Alfonso fue una de las muchas jóvenes embarazadas que pasaron por el Santo Celo. Tenía 14 años cuando se quedó embarazada y, al contárselo a su tía, su reacción fue un escándalo (…) Dos hombres (…) la metieron a tirones en un coche y fue conducida al reformatorio de las Oblatas de València. (…) Cuando se puso de parto, ingresó con un nombre falso en la clínica La Cigüeña (…) La anestesia general impidió a Chelo recordar el más mínimo detalle de su parto. Despertó llorando y preguntando por su hijo. Nunca pudo ver al recién nacido. (…) Sin tiempo para recuperarse (…) la encerraron en el reformatorio de las Adoratrices de València”.
Esta es solo una de las tantas historias de terror que recogen Marta García Carbonell y María Palau Galdón en su libro. Estas periodistas valencianas escucharon nombrar el Patronato por primera vez cuando trabajaban en un reportaje sobre la cárcel de mujeres del convento de Santa Clara en València. Y, desde el momento en que supieron de su existencia, enfocaron sus vidas en descubrir y describir el modus operandi de este entramado carcelario y patriarcal. Tan solo un año después de aquel hallazgo, obtuvieron la beca de periodismo Josep Torrent de investigación de la Unió de Periodistes Valencians (2021), gracias a la cual han visto publicado el fruto de su trabajo: Indignas hijas de su patria. Crónicas del Patronato de Protección a la Mujer en el País Valencià (Fundació Alfons el Magnànim). En su libro además señalan los espacios y las órdenes religiosas que formaron parte de esta red punitiva, incluyendo mapas y fotografías en un anexo.
La tesis de cabecera para este estudio ha sido la de Carmen Guillén (1988): “El Patronato de Protección a la Mujer: prostitución, moralidad e intervención estatal durante el franquismo”. En ella, la historiadora analiza el paralelismo entre el caso nacionalcatólico español y el modelo de control social que implanta el fascismo italiano, en el que “fue su dilatada experiencia manicomial la que sustentó a nivel de infraestructura y personal el proceso de reclusión. Estos centros se usaron no sólo para mujeres con problemas psiquiátricos, sino también para aquellas que no comulgaban con el modelo femenino estipulado”. A Guillén, por cierto, la podremos escuchar hablar sobre el tema en el próximo programa del podcast Divulvadoras de la historia, dirigido por la historiadora del arte Isabel Mellén y la periodista Naiara López Munain, quienes abordan diferentes temáticas desde una perspectiva de género.
La generación de las nietas
Muchas de estas investigadoras han coincidido en mesas redondas, algunas de ellas promovidas por el Instituto de las Mujeres. Actos en los que siempre aparece entre el público alguna superviviente como, por ejemplo, Pilar Dasí, quien no había vuelto a hablar del Patronato desde que salió de su encierro hace ya varias décadas. Espacios en los que también se plantean dudas acerca de cómo están transmitiendo esta experiencia. Porque muchas de las mujeres que pasaron por estos centros religiosos no eran conscientes de estar siendo tuteladas por una institución en concreto y, ni mucho menos, oyeron hablar por entonces de ningún Patronato. Por lo que temen que muchas otras no se estén reconociendo como víctimas del mismo organismo.
Sea como fuere, asistimos a la voluntad reparadora de una generación de nietas ⸻algunas biológicas, otras plausibles y metafóricas⸻ que, siendo conscientes del sesgo andocéntrico que impera en el relato histórico, han decidido con firmeza contar a las mujeres que las antecedieron. Porque tienen la seguridad de que “contándolas a ellas, nos contamos a nosotras mismas”. Decía Begoña Méndez en Autocienciaficción para el fin de la especie: “¿Dónde están las biografías de mis abuelas? (…) ¿Qué huellas de mi futuro encierran sus existencias? (…) Mis abuelas me dejaron un papel en blanco”. Esas son las preguntas que están empujando a quebrar, por fin, los silencios heredados.