Nacido en Zapotlán, Ciudad Guzmán, en 1883, fue un muralista mexicano que unido por vínculos de afinidad ideológica y por el trabajo artístico a Diego Rivera, Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo y José Clemente Orozco, dio forma al arte pictórico gracias a sus creaciones, marcadas por las tendencias artísticas que surgían en la vieja Europa. Este movimiento perseguía retornar el arte a la dimensión de lo público y servir al nacionalismo y la causa popular.
Sus temas preferidos fueron la historia precolombina, la historia de México y la crítica al mundo contemporáneo. Evadió la mistificación del tema indígena al percibirlo como parte del conflicto histórico de México.
Empeñado en llevar a cabo una tarea de educación de las masas populares, con objeto de incitarlas a la toma de conciencia revolucionaria y nacional, debieron buscar un lenguaje plástico directo, sencillo y poderoso, sin demasiadas concesiones al experimentalismo vanguardista.
A los veintitrés años ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Carlos, para completar su formación, porque anteriormente su familia había decidido que aprovechara sus innegables condiciones para el dibujo en “unos estudios que le aseguraran el porvenir y que, además, pudieran servir para administrar sus tierras”, por lo que el muchacho inició la carrera de ingeniero agrónomo.
A partir de 1911 se ganó la vida como caricaturista en las publicaciones El Hijo del Ahuizote, El Imparcial y La Vanguardia y realizó una notable serie de acuarelas ambientadas en los barrios bajos de la capital mexicana, con presencia de algunos antros nocturnos sórdidos, demostrando en ambas facetas, la del caricaturista de actualidad y la de pintor, una originalidad muy influida por las tendencias expresionistas. En 1916 llevó a cabo su primera exposición bajo el título La casa de las lágrimas, que tuvo lugar en la librería Biblos del D.F. mexicano.
De esa época es su primer mural Las últimas fuerzas españolas evacuando con honor el castillo de San Juan de Ulúa (1915), y su primera exposición pública, en 1916, en la librería Biblos de Ciudad de México, constituida por un centenar de pinturas, acuarelas y dibujos que, con el título de La Casa de las Lágrimas, estaban consagrados a las prostitutas y revelaban una originalidad en la concepción, una búsqueda de lo “diferente” que no excluía la compasión y optaba, decididamente, por la crítica social.
Orozco consiguió dar a sus obras un cálido clima afectivo, una violencia incluso, que le valió el calificativo de “Goya mexicano”, porque conseguía reflejar en el lienzo algo más que la realidad física del modelo elegido, de modo que en su pintura, especialmente la de caballete, puede captarse una oscura vibración humana a la que no son ajenas las circunstancias del modelo.
En el año 1922, un año decisivo, se unió a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, Rufino Tamayo y otros artistas para iniciar el movimiento muralista mexicano. De tendencia nacionalista, didáctica y popular, el movimiento pretendía poner en práctica la concepción del “arte de la calle” que los pintores defendían, poniéndolo al servicio de una ideología claramente izquierdista.
La principal característica de los frescos que realizaban era su abandono de las pautas y directrices académicas, pero sin someterse a las corrientes artísticas y a las innovaciones procedentes de Europa. Sus creaciones preferían volverse hacia lo que consideraban las fuentes del arte precolombino y las raíces populares mexicanas.
Años más tarde, con Rivera y Siqueiros, actuó en el Sindicato de Pintores y Escultores, decorando con vastos murales numerosos monumentos públicos y exigiendo para su trabajo, una remuneración equivalente al salario de cualquier obrero.
Orozco era un artista que optó por el “compromiso político”, cuyos temas referentes a la Revolución reflejan, con atormentado vigor e insuperable maestría, la tragedia y el heroísmo que llenan la historia mexicana, pero que dan fe también de una notable penetración cuando capta los tipos culturales o retrata el gran mosaico étnico de su país.
Fue un embajador artístico e incansable viajero que en 1928 viaja a Nueva York para presentar una exposición de sus Dibujos de la Revolución, iniciando una actividad que le permitirá cubrir sus necesidades, pues se financiaba con sus numerosas exposiciones en distintos países. Su exposición neoyorquina tuvo un éxito notable, que fructificó dos años después, en 1930, en un encargo para realizar las decoraciones murales para el Pomona College de California, de las que merece ser destacado su Prometeo, y en 1931 decoró, la New School for Social Research de Nueva York. Regreso a México en 1934 y se comprometió con la defensa de los valores revolucionarios, convirtiéndose en un artista muy valorado.
Con los beneficios obtenidos con su trabajo en Nueva York y California viajó a Europa. Permaneció en España e Italia, dedicado a visitar museos y estudiar las obras de sus más destacados pintores.
Se interesó por el arte barroco y, desde entonces, puede observarse cierta influencia de estas obras en sus posteriores realizaciones, sobre todo en la organización compositiva de los grupos humanos, en la que son evidentes las grandes diagonales, así como en la utilización de los teatrales efectos del claroscuro, aprendido en el estudio de las obras de Velázquez y Caravaggio, cuya aplicación le permitió conseguir en sus creaciones un poderoso efecto dramático del que hasta entonces carecía, gracias al contraste entre luces y sombras y a las mesuradas gradaciones del negro en perspectivas aéreas.
Se dirigió luego a Inglaterra, pero el carácter inglés, que le parecía “frío y poco apasionado”, no le gustó en absoluto y, tras permanecer breve tiempo en París para tomar contacto con “las últimas tendencias del momento”, decidió emprender el regreso a su tierra natal. Allí inició de nuevo la realización de grandes pinturas murales para los edificios públicos.
Con la voluntad de ser un intérprete plástico de la Revolución, José Clemente Orozco puso en pie una obra monumental, profundamente dramática por su contenido y sus temas referidos a los acontecimientos históricos, sociales y políticos que había vivido el país, contemplados desde el desencanto y desde una perspectiva de izquierdas extremadamente crítica, pero también por su estilo y su forma, por el trazo, la paleta y la composición de sus pinturas, puestas al servicio de una expresividad violenta y desgarradora. Rechazó los modelos occidentales clásicos y de vanguardia, y se interesó por el estudio de la estética indígena.
Su obra podría enmarcarse en un realismo expresionista, que se manifiesta en grandes composiciones, que por su rigor geométrico y el hieratismo de sus robustos personajes, nos hacen pensar, en algunos ejemplos de la escultura precolombina.
Cuando en 1945 publicó su autobiografía, el cansancio por una lucha política muchas veces traicionada, el desencanto por las experiencias vividas en los últimos tiempos y, tal vez, también el inevitable pasó de los años, se concretan en unas páginas de evidente cinismo de las que brota un aura desengañada y pesimista.
Su gigantismo, sus llamativos colores, aquella figuración narrativa que caía, de vez en cuando, en lo anecdótico, respondían en definitiva a una lucha, a unas necesidades objetivas que parecieron exóticas en el contexto europeo. Era un arte que pretendía servir al pueblo, ponerse al servicio de cierta interpretación de la historia, en unos murales de convincente fuerza expresiva.
Para la Suprema Corte de Justicia de México D. F., Orozco realizó dos murales que son un compendio de las obsesiones de su vida: La justicia y Luchas proletarias, pintados durante 1940 y 1941 y por fin, pintó en 1948 para el Castillo de Chapultepec, en México D. F.
Entre sus cuadros más significativos hay que mencionar La hora del chulo, de 1913, muestra de su primer interés por los ambientes sórdidos de la capital; Combate, de 1920, y Cristo destruye su cruz, pintado en 1943, obra de revelador título que pone de manifiesto su actitud vital e ideológica. De entre sus últimas producciones en caballete, el Museo de Arte Carrillo, en México D. F., alberga una Resurrección de Lázaro pintada en 1947, casi al final de su vida.
En la producción de sus años postreros puede advertirse un afán innovador, un deseo de experimentar con nuevas técnicas, que se refleja en el mural La Alegoría nacional, en cuya realización utilizó fragmentos metálicos incrustados en el hormigón.
Su aportación a la pintura nacional y la importancia de su figura artística llevaron al presidente Miguel Alemán a ordenar que sus restos recibieran sepultura en el Panteón de los Hombres Ilustres.
Desde 1941 Orozco se dedicó a la pintura de caballete, aunque no dejó de emprender proyectos murales.
En 1946 integró la comisión de Pintura Mural del Instituto Nacional de Bellas Artes junto a sus pares Siqueiros y Rivera y ese mismo año recibió el Premio Nacional de Bellas Artes de México.
José Clemente Orozco falleció en Ciudad de México en septiembre de 1949, a consecuencia de un paro cardíaco.
Ángel Villazón Trabanco es ingeniero, escritor y periodista cultural y te brinda la posibilidad de leer algunos de sus libros:
- Goces y sufrimientos en medievo
- Los tacos de huitlacoche
- Los enanos
- El sueño de un marino cántabro y el sueño de un orfebre andalusí
- Senderos de Libertad
También puedes leer otros artículos y relatos suyos en esta misma página web: www.angelvillazon.com
Ángel Villazón Trabanco
Ingeniero Industrial
Doctor en Dirección y Administración de Empresas